Chema Peralta

Esos cerros
Enrique Andrés Ruiz

Hace unos diez años, en la pintura de Chema Peralta comenzaron a aparecer “vistas”, por decirlo así, de un país que podría ser Castilla, La Mancha, León o cualquier otro espacio mesetario español. La serie que expone ahora viene a ser un purísimo y estilizado decantamiento de ese proceso. Llanos extensísimos, con altos cielos que parecen oprimir el terreno hasta aplastarlo, sucintas construcciones —campanarios, naves industriales, casas, casillas, sembrados, postes telegráficos que puntean la horizontalidad—. Nos parece haber pasado por allí, junto a esos pequeños pueblos, muchas veces, junto a esa ermita, al borde de ese encinar achaparrado. Nos lo parece porque esos lugares no existen. El pintor los ha inventado después de mucho mirar y admirar cientos, miles, de enclaves reales. Con los elementos de esas visiones, en un trabajo sobre todo de la imaginación, ha compuesto pinturas que parecen paisajes. Que no son vistas de ningún lugar.

Tienen también una extraña y casi inconfesable familiaridad con cierto arte pop, un pop poco canónico, por ejemplo el de los pintores de la Escuela de Chicago; a Chema Peralta también le acompaña un buen recuerdo de Carlos Alcolea. Todo esto se dejaba ver claramente en sus pinturas de hace muchos años, anteriores a todas las series paisajísticas. Pero es como si un resto, un rescoldo de aquel juego ficticio de las imágenes, aflorara ahora, todavía, casi oculto, en el modo de combinar incesantemente las piezas de la invención. En el modo de hacer que lo que son convenciones de la representación —una cosa tan pop— nos parezcan extraordinaria, punzantemente reales.

Estas pinturas no cargan con el peso de ninguna historia, ninguna economía las justifica. Son en ese sentido modernas. Variaciones inventadas. La autonomía del arte, al contrario de lo que sucede en los centros contemporáneos y en las prácticas que por lo visto imperan en nuestros tiempos, se manifiesta aquí como ley y como libertad.

Pequeños rasgos
Rafael Juárez
Siendo joven pinté un cuadro, el único de mi vida. Es más, siempre he sido un dibujante pésimo y aquella cartulina negra en la que se representaba un pueblo desierto con tizas de colores, parecía lo que era, o era lo que parecia: la zona inferior, con rayas blancas en disposición trapezoidal, que representaban cultivos en las afueras del pueblo; una franja coloreada en cada espacio, como un patchwork, en la que destacaba, en el centro, con su torre roja y aguda la iglesia, con un gran sol amarillo y circular, estampado sobre la tapia blanca; hace tiempo que no lo veo y no recuerdo bien si en la parte superior restante la falta de algunos detalles delataría que se trataba del cielo.

El cuadro está colgado en un recodo de la escalera de servicio en la casa de mis padres, desde hace cerca de cincuenta años. Está entre la inmensa habitación conocida como Siberia y la camarilla abuhardillada donde han ido a parar las figuritas de barro con esqueleto de alambre del Nacimiento, los libros de texto del Bachillerato, las llaves desproporcionadas de puertas que hace tiempo que no existen…

Por ese lugar pasa poca gente; nadie muchos días. El final del pueblo pintado no será derruirse poco a poco o convertirse en un borrón de polvo amorfo, sino segregarse en grupos minúsculos –igualmente vacíos, transparentes, callados—como los que Chema Peralta nos enseña esta tarde en la galería Utopia Parkway. Como si aquel cuadro se hubiese convertido en un espejo fragmentado.

Geometría de la meseta
Enrique Andrés Ruiz

La primera tentación, el primer recuerdo que, como una especie de talismán explicativo, se viene a la memoria a la vista de las nuevas pinturas —precisas, como siempre, sintéticas, afiladas— de Chema Peralta, sería, quizá, aquella fórmula tan concisa, tan exacta (al menos en apariencia) que se le ocurrió a Ortega al hilo de un viaje “De Madrid a Asturias” para indicar el puro rango formal, estético, en que se constituía el paisaje de su visión al paso por Castilla. “Geometría de la meseta”, escribió. Y así tituló, de hecho, uno de los que luego serían capitulillos de El espectador.

La tal geometría de la meseta venía a ser, a fin de cuentas, una especie de destilado estrictamente visual que resultaba de suprimir las notas de carácter según las cuales había sido visto el paisaje hasta entonces, es decir, mientras había sido mirado por la generación anterior de acuerdo con su filosofía de España y de la vida, que, dicho un poco a las bravas vendría a ser la de los hombres del 98. Esas notas habrían actuado, en fin, como filtros o lentes interpretativos de ese objeto particular de la visión que vendría a ser el paisaje, unos filtros o lentes que, así pues, habían añadido o superpuesto al objetivo fenómeno natural su especial coloración llena de significados. Y con respecto a esta, va de suyo que la percepción más moderna, la que Ortega parecía invocar, pretendía hacerse independiente, como puro acontecimiento de la visión fisiológica, de las consideraciones históricas, políticas, morales, filosóficas, etc., que habían hecho del paisaje un objeto ideológico, esto es, significativo o simbólico de un contenido: como su imagen; y así funciona una caracteriología. Y todo eso pese a que Azorín se atribuyó para él y sus compañeros la primera visión del paisaje “en tanto que paisaje”, es decir, con la autonomía y la desnudez de un objeto plástico que se ofrecía a los ojos por sí y no por la información que como signo de un mensaje transmitía.

Lo cierto es que Ortega se propuso radicalizar esa idea y despojar definitivamente al objeto paisajístico de toda connotación, hasta acabar proponiéndolo como un puro e inocente fenómeno retiniano —una Castilla “para la retina”, creo recordar que dijo en alguna otra ocasión— liberado de la condición de símbolo histórico o de signo de un juicio político o moral. Ocurre, sin embargo, que cuando Ortega, unos pocos años después de su viaje mesetario, vuelve a su fórmula se ve que con intención de definir más exactamente aquella particular “geometría”, la acaba llamando “geometría sentimental”, para decir que no se trata ya del paisaje topográficamente real sino de otro más bien reelaborado o muñido en la cámaras y galerías internas de los afectos personales y también de los colectivos. Pero lo que pasa es que así, el prístino propósito inicial de su reforma resultaba, en el fondo, nuevamente re-direccionado hacia un contenido que —para decirlo como lo decía hace años Roland Barthes en sus estudios sobre la “retórica de la imagen”— no podía ser ya la pura y desnuda denotación, la imagen objetiva o (como decía Barthes) “inocente”, es decir, la imagen sin código, sin mensaje, sin carga o recarga de significado, sin cultura: pura vida. Aunque el horizonte de ese re-direccionamiento no fuera la ideología o el carácter, lo era ahora el sentimiento, un poco a la difusa manera simbolista.

En todo caso, sólo tendríamos hasta ahora dos paisajes: el que podemos llamar “literario”, recargado de signos, caracteres y connotaciones, sean del pensamiento o del sentimiento, y el otro, por el momento ideal, al que llamaríamos paisaje visual o puramente plástico. Ni Azorín ni Ortega, creo yo, llegaron a pensar (aunque Ortega lo llegó a tener por lo visto en la punta de la lengua) en otro tercero que, respondiendo no obstante en la formalidad al género artístico ya acuñado, pudiera desbaratar o desmentir el propósito referencial común a ambos, o sea, la intención de replicar mediante la pintura la consabida correspondencia entre la realidad y su imagen, entre el significante y el significado; ninguno de los dos pensó, quiero decir, la posibilidad de una abstracción que, pese a su condición independiente de toda realidad topográfica y sin modelo ni copia, contuviera no obstante en su manifestación los datos suficientes como para hacer posible el reconocimiento a su través de una realidad, de una tierra, de un mundo.

Las últimas pinturas de Chema Peralta vienen a decir —rotunda, exacta, más nítidamente incluso que, no sé, las del purista Félix Vallotton— un mundo, un mundo que sin embargo no tiene asiento real, porque se trata de un artificio. Un sueño. Es entonces cuando reparamos en que el artificio ha sido verdaderamente la cuerda en la que este pintor ha tañido su melodía casi desde sus comienzos; es más, en sus comienzos se diría que de manera más abierta y declarada (me refiero a la época en la que en los lienzos aparecían personajes y figuras fiction, seres voladores o terrestres de alguna fauna fantasy). Fue luego cuando entreverados con unos bodegones de sobrecogedora y luminosa claridad, aparecieron los paisajes; especialmente me acuerdo de la larga serie de montes lejanos, de sierras convertidas en masas opacas sobre cuyas últimas cimas aplastadas se refugiaba un momento la postrera luz cobre del atardecer. El pintor ha descendido ahora a la llanura. El alto llano hace reverbero de sus lindes con el ancho cielo. En la llanura —en la amplia meseta de Castilla, de La Mancha o de la Alcarria—, enceguecida de sol, el pintor ha entresoñado pueblos que de lejos componían arquitecturas de elementos invariantes: la nave con su techo de chapa de color rojo, el muro de la nueva planta de reciclaje, la torre de la iglesia, las casas de dos pisos de las afueras, como de barrio de ciudad; los almacenes agrícolas; el garaje de repuestos… No hay en estas imaginaciones rastro alguno de decrepitud, tal como fue la nota dominante del paisaje ideológico. No hay ninguna delicuescente labilidad, como la que teñía de efusividad las pinturas simbolistas. No hay nada; nada de realidad. Y sin embargo,…

Sobre las piezas recortadas y luego ensambladas formando cadenas poligonales de elementos coloreados como los juguetes arquitectónicos, nada aporta a la seca y sin embargo risueña imagen notas de carácter, mensajes que las constituyan en signos de ninguna información; son pura y desnudamente geometrías, el frío y pulido resultado compositivo de una geometría poco sentimental. Pero tampoco hay, en estos paisajes, el mero mundo visual que vendría a ser un análogo —aunque autónomo— de la presencia real de los elementos que configuran las aldeas reales en la llanura. Estos paisajes son puro artificio. Invención. No encontraremos un pueblo de Valladolid o de Burgos como los pintados, aunque muchos, en fin, se parezcan a los de las pinturas de Chema Peralta. No es extraño, pensamos ahora, que este pintor sienta admiración por el gran Caneja, en quien desde luego encuentra desde hace mucho un faro de guía y al que tan malo sabía que le dijeran que pintaba Castilla, cosa nada evidente para él. En la pintura de Caneja no hay ninguna Castilla—sólo hay pintura, según debía pensar él mismo—aunque las Castillas que podamos encontrar en el mundo real se parezcan tanto a las de su pintura. Limpia, plana, imaginaria, dulce, matinal, la llanura de Chema Peralta tiene la pureza de los países recién nacidos y la encantada inocencia de los juguetes.

La belleza indefensa
Ricardo Navarro

El largo camino recorrido por Chema Peralta a través de la pintura ha sido percibido por muchos como un viaje sin retorno a los reservados dominios de la belleza. Sus primeros cuadros recordados están cargados de simbolismos, encrucijadas solitarias bañadas de luz lunar, de personajes sonámbulos que pasean sus sueños imposibles por paisajes ondulantes y un pandemónium de geniecillos, unicornios, naves siderales, tótems de progreso, que aparecen a menudo en la noche, bajo un manto de estrellas. El mundo exterior – la naturaleza- , la vitalidad, es a la vez llamada, pregunta y seducción.

En su exigencia de exactitud y rigor- coartada de su búsqueda de verdad y belleza- , Chema abandona los territorios abiertos y reduce el campo de acción de su mirada para aprehender de cualquier humilde objeto su retazo de divinidad. Cambia entonces de lente y su enfoque lo dirige al ámbito más cercano, a lo al alcance de la mano. Aparece así en la obra de Peralta el bodegón, que es en él hallazgo de un delicado equilibrio, tal vez quimérico, y expresión de una visión panteísta de mundo. En los bodegones que elabora durante más de un lustro, especialmente los de la primera hornada, aún su irreductible singularidad, percibimos el aroma de viejos maestros: Zurbarán, Sánchez Cotán. Sobre unos fondos planos “marca de la casa”, se alza el complejo entramado de cintas y poleas que sujetan, que sujetan, ordenan y relacionan, en un precario equilibrio, golondrinas en vuelo, un búcaro, unas hojas de roble, un limón, invadiéndolo todo en ocasiones de una hiriente luz de mediodía, y en otras de sombras transparentes de poniente, procurando al conjunto de la composición una sensación de tembloroso sosiego, un tremor emocionante. De esta época es su, para mí, obra maestra……

Poco a poco incorpora en sus bodegones elementos incautados de su imaginario personal: unos de clasicismo, como los guerreros hoplitas; otros del arte reciente, como las reconocibles esculturas de artistas contemporáneos; y otros, signos y objetos del constructivismo pop. Con referencias de esta índole y otras semejantes, pinta esta serie de bodegones de leve intención culturalista y de un tenue pero corrosivo humor. Pero en el transcurrir del viaje sus bodegones, poco a poco, se van esencializando y el silencio apropiándose del espacio.

Ya todo se expresa en cuatro naranjas reunidas sobre las que se ciñe una luz cenital. También el fondo del color desaparece enmarcado en un alféizar.

UN SERIO PINTOR QUE SONRÍE
Enrique Andrés Ruiz

Con la línea misma del horizonte, iban muchas veces las majadas sin despegarse ni sobresalir ni menos de una cuarta por cima del hilo de los oteros, y llegaban así a hacerse casi invisibles; de manera que estaba de tal suerte armado con las manos su aparejo que se podía decir de ellas, con toda propiedad, eso de que, sin embargo, se confundían con la naturaleza. Si además el color del campo, como pasaba sobre todo en invierno o en pleno verano —o sea, cuando era tiempo de poco contraste de colores—, venía a ser el puro color neutro o indefinido de tierra o de rastrojo, entonces se hacía todavía más difícil, al primer golpe, distinguir que allí había una majada, o una taina, que era como en muchos sitios de Castilla (como hacia Aragón y el Maestrazgo las llamaban tenadas) llamaban a unas construcciones muy parecidas en esta misma discreción, que, además de para dejar aperos, servían también para lo mismo que aquellas. El caso era que apenas si se veían las majadas al pasar, de no ser que se entrecerrasen los ojos por mejor ajustar la vista para hacer con eso deslinde más nítido de lo que había delante. Y entonces sí, entonces se veía la majada; pero se veía como parte casi natural o consustancial del cerro o del otero o integrante misma de su material de compuesto, que además y con frecuencia no llegaba a levantar, por las paredes, ni la altura del pastor, desde donde arrancaba la cubierta en un vuelo de tejas muy rasero, casi horizontal, como mucho elevado hasta el pobre promontorio de una giba de subida tan lenta y perezosa que la edificación siempre seguía, por lo que a la vista se refiere, perteneciendo al espacio bajo el horizonte, igual que pegada al mundo terrestre sobre el que el cielo se alzaba completo, pleno, a modo que fuera, en el paisaje, una otra mitad incomunicada. Había veces también en que las tejas de la majada estaban cogidas con piedras grandes, blancas, para que el viento, que soplaba con absoluto imperio por aquellas llanuras onduladas, no se las llevase en un bufido. Alrededor de la majada, como haciendo un negro cerco alfombrado, solía el piso haber quedado cubierto de la sirle de las ovejas, de la que salía una especie de calor. Pero esto ya no se veía de lejos, y las piedras de sujeción, de muy lejos, tampoco.

A la inversa, se diría que, aunque pensemos que la pintura es un arte para hacer ver las cosas, es decir, para ponerlas a la vista claras y distintas como naturalezas, es muy curioso que muchas veces parezca lo contrario: que es el propio arte el que se complace en reflejar lo que tiene de naturaleza en sí mismo, como si lo acabado fuera fábrica de ninguna mano sino más bien cosa de casualidad (lo que pasaba con la famosa esponja de Apeles). Y otras veces, sin embargo, la pintura estaría atestiguando de la casi invisibilidad que como naturalezas tienen las cosas cuando, por el contrario, parecen unas obras de arte, de tan simétricas o geométricas que parecen proyectadas o trazadas o ejecutadas como por mano de artífice, o como pasa cuando miramos una montaña a tal lejanía que el aire y la distancia producen una visión de volúmenes rectilíneos, más o menos difusos pero muy semejantes a los de las figuras poligonales de artificio, que asimismo semejan cristalografías de factura orgánica. Es decir, que uno de los más apreciados motivos de nuestro gozo estético parece ser la confusión o sensación de confusión que se produce cuando, una de dos, o la naturaleza parece cosa de mano humana o es lo humanamente levantado lo que parece cosa natural (que es lo que se ponía en resalte a la vista de las majadas aquellas, entre el si es no es de lo visible, cuando parecían hacer por ocultarse y no descollar). El pintor Chema Peralta, que siempre ha gustado de terrenos de nitidez engañosa, en la que a mí me parece su mejor exposición hasta la fecha ha decidido mostrar las pinturas que ha hecho de majadas y tenadas y oteros con la discreción y pureza que ya son característica suya, a base de colores casi planos y de planos de colores que hasta ahora (en visiones de montes a lo lejos, por ejemplo) contrastaban muy poco entre sí. Ahora, en esta última colección, los colores contrastan más, algunas veces mucho y de manera imprevista porque recuerdan a los colores impresos o tecnológicos que se hacen compañía en las pinturas e imágenes del arte pop. Sin embargo, esta asociación no debería conducir al error de afiliar a Chema Peralta con las falanges artísticas que aprovecharon en su momento las resonancias estéticas de las imágenes publicitarias; más cerca quiero yo ver lo suyo del espíritu de ciertos pintores de especiales pureza y pobreza en su manera de hacer, en una familia en la que sé yo que estaría Juan Manuel Caneja, cuyas majadas, taínas y tenadas tampoco levantaban del mampuesto compacto de tierra que demediaba con el cielo en sus pinturas; aunque si miro los bodegones o naturalezas más recientes de Chema Peralta, en los que junto al otero y la majada de un cuadro al fondo, sale aquí delante una mesa con una pajarita o un avión de papel, me acuerdo también de otros pintores que hace tiempo eran llamados puristas, a quienes fueron caros el resalte de los planos en que se doblan y desdoblan los volúmenes de las cosas, y desde luego una especial limpieza de factura, por lo general muy sintética y sin huella ninguna de gestos ni de manos. Pero si algún recuerdo de otras pinturas se me viene encima, es el de las playas normandas de Luis Fernández (por las que, igualmente con el horizonte de las planicies y los páramos españoles en el que se quedaban fundidas las majadas, corre una línea que corta en dos el espacio y deja, como por casualidad, por debajo del cielo puro todo lo demás) y el de sus rosas y calaveras, hechas como estaban de planos de un color neutral que servían para moldear los volúmenes en áreas poligonales suave pero decididamente facetadas, igual que si fueran, qué sé yo, de un abstracto Palazuelo. Cuando, en las pinturas de Chema Peralta, veo sobre las mesas las figuritas del origami contra el fondo —que apoya en la misma mesa— de un cuadro de oteros con majadas, es como si al tiempo pudiera ver, en una sombra, al pintor (o suponerlo, porque de ningún modo está él presente, claro, en esta pinturas tan impersonales, tan anónimas) que sonríe un poco, porque sabe que nos está invitando al supremo contento de confundir realidades con abstracciones, o las cosas que parecen hechas como por casualidad.

PINTURA ASCÉTICA
Tomás Paredes

La Vanguardia, 10 de mayo de 2009

Desde 2004, el pintor Chema Peralta viene depurando su lenguaje. Han desaparecido elementos formales de perfume surreal y la desnudez se ha enseñoreado, con vago aire pop. La exposición, hasta el 5 de junio, se titula «Últimos paisajes» Más bien, diría paisajes últimos: allí donde no resta más que soledad, apenas aire; colores cansados, apastelados.

Catarsis a través del despojamiento. Serenidad adunia, orden, purificación, no de la realidad, si del lenguaje plástico. Apuesta que busca, con gran tradición detrás, la sublimación, la transformación del espíritu. Pintura sobria, ascética, en la dirección que caminaba un Luis Fernández, por ejemplo. No Caneja, que transita una estructura sutil poscubista. Pintura mate, de seda salvaje y dulce, melárquica, saturnina.

Chema Peralta (Madrid, 1965), licenciado en Bellas Artes en la Complutense, becario en Roma, ahora, toma partido, descaradamente, por la esencia de la pintura; no la que representa, sino la que muestra la presencia. Paisaje, algún vestigio de nube, una sombra, una herida curando del dolor. Y basta.

Los títulos de las obras alertan: Atardecer, Cielo amarillo, Cerro gris, Colinas, Majada y nubes grices, ¡qué belleza de «música invisible», que diría Borges! Pareciera que no ocurre nada, pero hay atmósfera, sentido de la composición, poesía azoriniana, ¡ah, «los primores de lo vulgar»! Paisajes últimos, leves, lenes. Precios: desde 1.200 a 5.000 euros.

Catástrofes de mecano
José María Parreño

“Los aviones piaban en el cielo como una ciénaga. Iban y venían llevando en sus picos hilos de telégrafo y chatarra para construir sus nidos en lo más alto de los edificios. Junto con algunos caballos de cartón, algunos árboles desnudos hasta el tuétano y alguna sombra humana, eran los únicos seres animados en el paisaje frotando con lejía de lo que fue la Tierra. Cometas infantiles flotaban todavía, zarandeadas alegremente por la brisa tóxica. En los tazones de malla de las parabólicas tintineaban aún melodías, confidencias e índices de bolsa, rebotando de un continente a otro, de un planeta a otro, en un silencio espeso como puré del fin y de la nada. Una vez extinguida felizmente la Humanidad, las cosas estaban a sus anchas, disfrutando de una existencia insospechada. La materia se había quedado a solas, sin conciencia que la molestase. Se entregaba al juego, a su juego favorito e inconfesable de aparentarse viva. La vieja montaña rusa se había disfrazado de serpiente y ciempiés, e incluso trataba de encogerse de hombros, pero no sabía cómo. Los platillos volantes simulaban ser cangrejos, el tiovivo de los bombarderos giraba en torno de una torre de control, como indios alrededor de un rostro pálido aterrado. El cielo no se distinguía de la tierra más que por la consistencia de los ecos: en la tierra rodaban como monedas de níquel y en el cielo como bolas de sebo. Los prados tenían rigidez de formica y los circuitos impresos se clavaban en ella como raíces sedientas. Cada cueva y cada madriguera daban arcadas, atiborradas de olvido y soledad. Muertas e intactas, las frutas aguardaban en los alféizares, destilando la saliva que se les prometió. Los pequeños objetos domésticos se habían refugiado en el fondo de las alacenas, inventando entre todos el calor de una mano. ¿Y los hombres? ¿Y los platos sucios de las emociones? ¿Y las creencias barrocas? ¿Y el insecto borracho de la música? ¿Y los galones del trabajo nocturno? ¿Y el arte, y su jardín regado con platino? La sangre, disecada como una telaraña, ondeaba en el pasado, incapaz ya de seguir trasladando un solitario átomo de oxígeno. Esto era el final, la apoteosis del hueco y el olvido. Pero un pintor estaba allí para contarlo”. Si me pongo a pensar porqué, desde la primera vez que la vi, me gustó tanto la pintura de Chema Peralta, caigo en la cuenta de que en ella coinciden dos de las cosas que más aprecio: la exactitud y la fantasía. Exactitud en las descripciones, en los colores nítidos y de año en año más luminosos. Fantasía también, y hasta pedir clemencia, porque en ocasiones uno querría encontrar en sus cuadros algo que viviera fuera de ellos. Ya sé que hay casas, árboles, cuadrúpedos, pero son arquetipos, elementos de un cuadro sinóptico con el que el pintor resume el mundo. O son el atrezzo de una mascarada organizada por la realidad para darnos definitivamente el esquinazo. Ahora puedo empezar con el trabajo de las taxonomías artísticas: puedo decir que en sus cuadros está la herencia de la pintura italiana de los años treinta, está el desolado urbanismo de De Chirico, está el amor futurista por las máquinas o el surrealista por las incongruencias. Está el eco de dos pintores norteamericanos que Chema Peralta ama: Roger Brown y Jim Nut. Pensar en un Ray Bradbury metido a pintor, que hubiera paseado por los desmontes de la Escuela de Vallecas, nos puede ayudar a situar su obra, aunque sea en los límites de lo imaginable. La descripción de las escenas que pinta –al menos la descripción que yo hacía al principio de estas líneas- no deja de resultar tenebrosa. Sin embargo, contemplarlas produce la alegría de ver un parque infantil. Quizá porque en ellas las máquinas insufladas de vida son menos monstruos que juguetes. Quizá por la misma meticulosidad de la pintura, que encierra un amor por el detalle incompatible con el sobresalto. En todo caso existe, a mi juicio, una tensión extrema entre significado y significante, entre tema y representación, como si alguien nos avisara de n incendio en voz baja. En efecto, lo que vemos son catástrofes aéreas, naufragios, invasiones y la galaxia hecha calamar. Todas cosas tremendas, pero al mismo diablemente pavoroso es la ausencia de seres humanos. La impresión que fue capaz de quedarse para mirar un mundo póstumo, satisfecho de tener por fin un modelo en reposo. Los bodegones nos dejan testimonio del lugar que fue su último refugio, a través de cuya ventana contempló la pacífica curvatura del mundo a la espera de lo que se avecinaba. Por eso, en la misma pureza de las líneas y la estabilidad del acrílico late un misterio inquieto, una secreta desazón: la de haber visto y haberlo soportado.