Fernando Martín Godoy

Los retratos con luz de cemento de Fernando Martín Godoy

Hay una atmósfera de cripta, de columbario, de habitación de los muertos. O quizá de mazmorra, de comisaría siniestra con su lista de presuntos, buscados, detenidos, acusados. Pero están bien vivos, sólo aprisionados por esa luz de cemento. Son retratos esenciales, con los rasgos mínimos, una vez eliminado lo accidental y lo insignificante. La luz rebota enriquecida, recargada con la energía interna de esos seres que los hace intensos, cercanos, cómplices.

La pequeñez del formato nos obliga a acercarnos, a mirar por las rendijas de esas miradas suyas hacia el interior, pero al final nos conformamos con recorrer despacio los perfiles externos de la sombra, los esfumados, las gradaciones amortiguadas de grises o los saltos abismales al negro que les da ese aspecto de máscaras. A algunos parece que les hubieran puesto narices postizas o barbas falsas sujetas con una goma. Solo la mirada destaca firme y verdadera detrás de la careta, como si todo el resto sobrase.
Son retratos de personas, representaciones, raptos de rasgos esenciales, no son las personas mismas. Y ahí anda el misterio de por qué preferimos las fotografías en blanco y negro a las de colores: porque aquellas se declaran como simples imágenes, marcan esa diferencia con la realidad (que es multicolor, según parece) y no pretenden suplantarla.

Algunos están pensativos, abstraídos, oblicuos, otros miran resueltos de frente desde un gris de pared, las sombras torneadas como quien ha pasado la llana. Hay un autorretrato del pintor en un rojo que recuerda a Rembrandt. Están presentes, pero más presentidos que explícitos. «Alejándose de la figuración, los retratos de Martín Godoy desdibujan la frontera entre el ser y el no ser», se explica muy bien en el catálogo.

TÁCTICA
Tomás Paredes

Tendencias del Mercado del arte nº 65, julio 2013

He aquí una exposición, sutil, sin concesiones, difícil, arriesgada, exquisita cuajada de emoción y misterio, dos componentes sin los cuales el arte no puede ser tal, como quería Azorín. Parecen manchas negras con un punto o motivo blanco. La percepción se afana en percibir l que late, nos acerca, interroga al lienzo y de un bosque de noche, comienzan a emerger sombras con forma, luz, perfiles, lo que vibra entre la figuración y una “geometría incandescente”. Esto es pintura en estado puro. Con el título de Táctica, Fernando Martín Godoy (Zaragoza, 1975) nos engaña y nos despierta sucesivamente, con la sobriedad y excelsitud de su pintura. Una muestra que desestabiliza, que perturba, que ilumina, que engrandece.

A. W. Reichmann.

Le Cool

Se trata simplemente de un cielo monocromo, tres sombras, la silueta de cinco o seis edificios (ni una sola ventana, apenas detalles). Un paisaje urbano indeterminado, casi tan sintético y objetivo como el propio título del cuadro: “Ciudad”. Mirándolo uno siente calma –paz incluso- pero inexplicablemente un sentimiento de lo extraño, de lo miserioso o clandestino que puede acontecer tras la sombra. Fernando Martín Godoy consigue todo esto mostrándonos lo familiar (un coche, una cara) desprovisto de sus atributos funcionales. Queda pues la pura esencia estética: línea, color, luz, composición sobre el plano: Humo que se desvanece en nuestros ojos cansados.

El orden de las sensaciones
Javier Rubio Nomblot

Aceptar que “la filosofía, el arte, la ciencia, no son los objetos mentales de un cerebro objetivado, sino los tres aspectos bajo los cuales el cerebro se vuelve sujeto” o, dicho de otro modo, que “pensar es pensar mediante conceptos, o bien mediante funciones, o bien mediante sensaciones” (Deleuze/Guattari. ¿Qué es la filosofía?, 1991), supone atribuirle a nuestra sensibilidad un carácter constructivo y esto, por qué negarlo, resulta perturbador e incómodo; sobre todo, si tal aceptación es plena y responsable: por ejemplo, por más que Dalí demostrara, con sus inauditos análisis paranoico-críticos (a veces, la deconstrucción derridiana no les va a la zaga), que razón y locura se encuentran la una con la otra al final del camino, la senda del delirio obsesivo, alucinatorio, es peligrosa y excesivamente solitaria (bien es cierto que, para facilitarle el tránsito a aquel que lo desea, se ha inventado un personaje, el del “artista”, el cual puede evolucionar en los márgenes de lo acordado por mayoría; el problema es que para apreciar sus obras es necesario entrar en su juego, aunque sea esporádicamente; tan necesario que, a principios del pasado siglo, algunos ensayaron la transmutación de todos los hombres en artistas).

Del mismo modo que la ciencia y la filosofía son formas que adopta el pensamiento para existir y, haciéndolo, construyen al hombre en el mundo, en la obra artística se encarnarían las sensaciones y éstas se volverían comprensibles. De ahí, tal vez, que los filósofos exclamen: “composición, composición, ésa es la única definición del arte”; la obra de arte, para ser tal, debería estar tan ordenada y ser tan exacta como una fórmula o un tratado; y no se le pide mucho más. El problema es, de nuevo, que mientras que dos de estos discursos se valen de la razón –también de la intuición, pero prudentemente, desconfiando siempre–, el tercero no. De hecho, nadie sabe exactamente de qué se vale ni, consecuentemente, por qué hay que darle crédito; tampoco es fácil estudiarlo, puesto que las reglas por las que se rige nunca están dadas de antemano sino que son, por definición, una suerte de promesa: la de un orden o una explicación insospechada fuera de nuestro alcance y de la que sólo sabemos porque sentimos su presencia. “¿No es ésa acaso la definición del percepto personificado: volver sensibles las fuerzas insensibles que pueblan el mundo y que nos afectan, que nos hacen devenir?”. Es orden por sí mismo, en abstracto, que delata así, desde su plena desnudez, la existencia de una construcción otra: “cuando la pintura quiere volver a empezar partiendo de cero, construyendo el percepto como un mínimo ante el vacío, o acercándolo al máximo al concepto, procede por monocromía liberada de cualquier casa o de cualquier carne”.

Máxima síntesis, composición sobre el plano –como argumento único–, prospección intuitiva en lo misterioso (en lo oscuro, en lo umbrío) y para hallar allí un orden; ése es el sentido de la técnica transgresora de Martín Godoy: si el maestro advertía que “no hay detalles en la sombra”, en la obra de este artista es la luz la que lo disuelve todo y es en la sombra donde las cosas lentamente se conforman y se agitan. Sensación en estado puro –indefinible, tanto al partir como al llegar: ése es el “silencio de evacuación, de abandono, de éxodo quizá” del que habló F. Zamanillo–, rigor –insolente– y, desde luego, rigurosa monocromía: ningún pintor puede, en esta época, sobrepasar el grado cero, porque todas las casas de la pintura están ocupadas.

De modo que cuando se evoca –o se percibe– el carácter esquemático y sintético de la pintura de Fernando Martín Godoy, sin duda se corre el riesgo de errar estrepitosamente: ¿cómo podemos impedir que tales vocablos, tales expresiones, dejen de remitirnos al proceder científico o lógico? ¿Qué significa exactamente sintetizar? ¿Cómo lograr que esa selección que lleva a cabo el ojo del artista se justifique, se explique totalmente al margen de la razón, que ni parta de ella ni arribe a ella, que todo sea sensación de principio a fin y que ésta nos vuelva sujetos, nos haga devenir?

Parece claro que el pintor –todo artista fiable, toda obra genuina– exige de nosotros que aceptemos una interpretación de los hechos –de lo visible, de lo vivido y de lo narrado– que es bastante distinta de la que proponen –e imponen– otros: ¿qué importancia puede tener, se preguntaría la ciencia, que un automóvil entre tantos esté aparcado de tal manera en tal sitio y que un transeúnte cualquiera que casualmente pasa por allí lo vea desde tal ángulo y, fugazmente, perciba un brillo en su capó? ¿Qué valor posee ese incidente, qué utilidad puede tener, cómo puede afirmarse que la suma de hechos aislados de este tipo construye a la persona del mismo modo que lo hace el pensamiento científico? Tampoco la filosofía podría responder a esa clase de preguntas, precisamente porque tratan de lo azaroso e inconexo, de lo totalmente inexplicable, de lo aparentemente inútil. En otras palabras: lo que es accidental e intrascendente para ellas, es esencial para el arte; y viceversa.

Esto es fácilmente demostrable. Observemos, por ejemplo, los automóviles de Martín Godoy (se escogen éstos porque se centró en ellos en los inicios de su trayectoria y aún hoy son uno de los principales argumentos de su pintura): en ellos desaparece todo aquello que le importa “realmente” de un automóvil a un técnico –se trata, para él, de un artilugio que funciona, etcétera– y para el pensador –es un artefacto que ha dado origen a una era, que poluciona, etcétera– y aparece, muy nítidamente, una forma pura que, a su vez, origina una experiencia puramente estética (la cual ni siquiera tiene que ver con su diseño sino, más bien, con una conjunción, una combinación de factores: la atmósfera, la luz, el encuadre, el entorno, etcétera). Lo mismo puede decirse, claro está, de las ciudades de Martín Godoy –perfectamente desprovistas de aquello que les da “sentido”, o sea, sus habitantes– y de sus retratos: no es que el artista suprima lo accidental, como podría pensarse, sino que elimina aquello que habitualmente creemos que es esencial; y lo que nos deja, lo que nos muestra, es el modo en que el rostro, el edificio, el objeto, se relaciona con la luz y el espacio. Pero, ¿qué es esto sino aquello que es fugaz e irrepetible, que pasa desapercibido, aquello que está fuera del objeto y a la vez certifica que existe independientemente de lo que de él sabemos? Por eso cuando los filósofos afirman, con contundencia, que “el arte conserva, y es lo único en el mundo que se conserva”, de nuevo provocan, como la obra espléndida de Martín Godoy, una paradoja: es lo volátil, es el humo lo único que puede quedar. Y, consecuentemente, el universo –maravilloso y perfectamente real– que aquí se apercibe está regido por unas reglas o relaciones que sólo pueden percibirse con ayuda de los sentimientos.

SKIAGRAFIA
Santos Amestoy

ABC Cultural. Sábado 2 de abril de 2005

He de empezar por referirme a Ad Reinhardt; aunque sería más correcto, siquiera porque Fernando Martín Godoy es un pintor figurativo, hacer primeramente una alusión -ligera- al fotorrealismo americano (Estes, Cottingham…). Y como quiere Raúl Eguizábal, su introductor en el catálogo de la exposición, a los ancestros precisionistas de los años treinta (Sheeler, Wood…). Incluso al propio Hopper, podríamos decir. O mejor, Sironi y cierto paisajismo urbano y sombrío en el que suenen ecos metafísicos y del realismo mágico…

Pero, ya digo, Ad Reinhardt; aunque no pueda estar seguro de que Martín Godoy -¿quién sabe?- haya pensado unos instantes en las abstractas Pinturas negras reinhardtianas, mientras iluminaba las propias adumbrando, poniendo oscuridad a sus visiones. Una cosa es la luz. Otra, ese límite puro de la visibilidad, más deslumbrante que la luz del sol, cuya experiencia se nos escatima, pero se nos concede en los cuadros de Reinhardt. Martín Godoy titula Solar, precisamente, una espléndida y umbrática pintura, cuya composición axial en forma de cruz es idéntica -¿una cita?- a la de las Black paitings. Como es un cuadro figurativo, hay una tenue, pero intensa y cenital luz solar que viene a referirnos el suceso de aquella luminosidad implícita. La luz que habita el reino de las sombras. Noche oscura del alma en la pintura pura de la abstracción meditativa.
Aunque también, región de las exploraciones fotográficas. Materia de los sueños. Narrativa. Luz y sombra, los materiales de la fotografía y del cine; auxiliares del fotorrealismo (no de los pintores precisionistas) y de los paisajes urbanos de Martín Godoy: tapias, aparcamientos, calzadas, grandes edificios, callejones, fachadas y automóviles… El juego de las luces y las sombras que se racionaliza y organiza more geometrico, pero barroco y misterioso, merced al cual extiéndese el color sobre las gamas de las tierras. Y sobre alguna sombra, se hará prevalecer la claridad…

Ya decía Aristóteles que “todas aquellas cosas que a los hombres les parecen grandes, no son otra cosa que juego de sombras”. La caverna platónica es como la cámara oscura y como el cine. Pues qué otra cosa es la pintura en sus propios orígenes, sino skiagrafía, pintura de sombras. Proyección, esbatimento sobre el muro, como se cuenta en la pliniana Historia Natural. Durante varios siglos, se tratará de disimular las sombras que han de medrar en el Barroco y que han de prosperar desde el Romanticismo hasta su apoteosis en la fotografía y en el cine…. Hasta que venga el apagón de Ad Reinhardt… O la penumbra barroca de algún pintor verdadero como Martín Godoy.