Manuel Valencia

El mar más antiguo

Menene Gras Balaguer

No sé si existe un mar más antiguo, el que fue primero y el primero que fue descubierto con vida o si esto es impensable, porque la edad de la tierra se remonta a más de 4.500 millones de años, a partir de lo que los geólogos llaman nebulosa protosolar, aunque el origen de la vida se fije más tardíamente en los 4.000 millones de años. Sin haber resuelto aún la veracidad de las hipótesis acerca del Bing Bang y de cómo se formaron el sistema solar y los planetas, algunos científicos ya se aventuran a predecir el futuro de la tierra, suponiendo que el sol morirá dentro de otros 4500 millones de años y engullirá el planeta como ya sucedió en otro sistema solar lejano. La formación de los lechos marinos y la visión del mar es una constante en las imágenes de estos Mares de China, de Manuel Valencia. El mar devora sin concesiones la mirada del artista desde hace años. Quizás porque se empeña en comprender el misterio de la vida y la muerte del mundo. O porque necesita entender las formas de la Nada y el mar parece corresponder a esta idea universal que antecede a lo perecedero. Como si su contemplación pudiera hacer inteligible este no lugar y este no tiempo, antes de que el tiempo se dividiera en horas, días y años, y que identificamos con el vacío original. Los mares de China nombran los de una parte del mundo donde el artista vivió cinco años y a la que ha viajado reiteradamente deslumbrado por su cultura, antes y después. El mar es una metáfora del tiempo; las olas, el modo en que los recuerdos se nublan superponiéndose y mezclándose entre sí al insinuarse y desaparecer simultáneamente. El mar como la imagen de la vida y la muerte, la nada y el ser, que se convierte en rumor confuso del paisaje interior del infinito. El ritmo de las olas nómadas borrando los ojos de los muertos es insaciable. Arrastran las raíces de las vidas humanas que desaparecieron en los naufragios durante siglos. Pero, ¿quién es el mar? No qué es el mar, se pregunta J. L. Borges, asombrado porque cada vez que se mira, siempre se ve por primera vez. A esta pregunta, seguía otra más incisiva, “¿quién es aquel violento y antiguo ser que roe los pilares de la tierra y es uno y muchos mares y abismo y resplandor y azar y viento?”. El mar cubre un bosque arrasado que se incendió una vez, y como la lava de un gran volcán invertido en erupción permanente se derramó encima, para apagar el fuego del fondo de la tierra. ¿Cómo mantiene el mar este movimiento incesante? ¿Qué ocurre cuando llueve sobre los océanos? El alma del mar es la misma que la de las montañas y la de los árboles. Inmaterial porque no se puede tocar. Oculta en la inmensidad monstruosa de su ser mar. Nunca se detiene. Es el movimiento mismo y la energía que lo crea. MV nos invita a visitar el mar a través de estas ventanas con sus paisajes recortados, que desplaza sobre un mapa imaginario para darles forma. El mar siempre, como si intentara representar el tiempo antes del tiempo. En forma de ola o de escritura. Las cuerdas de diferente grosor que coloca encima son horizontes encubiertos, que se acercan y se alejan según el efecto óptico que producen. Cuerdas que rematan la cresta de olas encrespadas o más suaves sobre el papel chino, imitando las dorsales oceánicas, que son las costillas de su esqueleto. O cuerdas también que atraviesan las nubes y las atan encadenándolas entre sí como si fueran islas artificiales. En esta serie que MV dedica al mar y a los océanos, se abandona a su infinito imperecedero como la imagen más idéntica a la Nada y al Vacío de donde viene y a donde va todo lo finito. Los escenarios se repiten como paisajes a veces telúricos; otras, oscuros, que capturan nuestra atención y no dejan de mirarnos. El sentimiento paisaje nos invade como un extraño que no se separa de nosotros. Ningún mar es igual a otro y todos los mares son iguales como los océanos: cerrados o abiertos, más fríos o más cálidos, más profundos o menos. Sólo acertamos a ver la superficie, que a veces la solidez de la mezcla pictórica hace opaca. El estado líquido de la materia es transformado en una masa casi sólida que parece fijar el paso del tiempo sin lograr sustraerse a sus efectos hostiles.

El mar envejece a través de los siglos de vida que le preceden. Su aparente longevidad oculta el nacimiento y la muerte de cada ola. Las cortezas de la superficie crecen con la marea que las trae de muy lejos con los vientos de poniente. Todo lo que nace conoce la muerte que le precede. Para comprender la vida y la muerte hay que mirar el mar, la lluvia y las “aguas dormidas” –“Una noche cualquiera ven a verlas conmigo, / vas a oír las ranas y vas a oír el silencio”, dice Han Yui (768-824), “cuando la noche crece y se ha ido la luna”. De la misma generación, Han Shan, el ermitaño del Monte Frío, que escribía sus poemas sobre las rocas y los árboles, los muros de los palacios y de los templos budistas o taoístas y sobre hojas de bambú, comparaba su intelecto con las nubes solitarias que flotan en el aire sin apoyo, al igual que el sol y la luna eran los ríos que pasan, y para todo aquello que nace, la muerte es inevitable. Tras poner el ejemplo de cómo el agua cristaliza en nieve y hielo y como ésta vuelve a ser agua, deducía que la vida y la muerte eran perfectas como se demostraba en la Naturaleza. La melancolía de Du Fu (712-770) se contagia del invierno, del rumor de las gotas de lluvia sobre las hojas de los árboles, y de las lágrimas de los pájaros cuando ven llorar a los “espíritus de los muertos antiguos”, o de “los monos que después de gritar lloran”. Y entonces el poeta anuncia: “con la octava luna parto en balsa a un viaje perdido”. Sucede cuando muere su amigo Li Bai (701-761), que, según la leyenda, queriendo beber la luna que se reflejaba en el agua se cayó al río y se ahogó, sin poder hacer realidad el sueño de navegar hasta una isla oriental del paraíso, supuestamente en el mar de Bohai, que las olas hacían invisible y donde quería encontrarse con los hombres alados que debían enseñarle a sobrevolar las colinas. Como dice MV refiriéndose a sus mares de China, el país ha vivido durante más de 5000 años de civilización de espaldas al mar, y de ahí que los chinos no suelen pintar el mar, aunque sí los ríos y los lagos, hasta muy tardíamente. La relación entre pintura, caligrafía y poesía favorece en la antigua China las analogías entre estas disciplinas centrándose en la invocación del paisaje y la proyección afectiva en contacto con sus elementos, en la poesía particularmente de la dinastía Tang. De muchos poetas como Wang Wei (699-759), se decía que su poesía era pintura y su pintura poesía, porque pintaban y escribían con el pincel y solían ser maestros calígrafos. Algunos de ellos escribían poemas encima de sus pinturas. MV escribe también encima de sus mares palabras errantes y solitarias como las nubes que vagan por un cielo incierto, sin pretender imitarles. Desde hace años o desde casi siempre, la palabra en su obra se acaba uniendo a la imagen en tanto que representación de visiones procedentes de un pensamiento silencioso que no alcanza a comunicarse de otro modo. Palabras resonantes que se amplían a través del eco que las intensifica, recordándonos su capacidad de metamorfosis en la poesía contemporánea de autores como Rimbaud en “Le Bateau ivre” o T.S.Elliot en “The Dry Savages”, por citar solo algunos. Poetas de la melancolía, a causa de la soledad obligada del viajero que se desprende de todo lo superfluo, como un anacoreta, para “remontar el Camino eterno” de la sabiduría y de la vida, como decía Han Shan.

Menene Gras Balaguer es directora de cultura y exposiciones de Casa Asia y comisaria de esta exposición.

Mares de China

Vi el Mar de Bohai, el de Sulú, el Amarillo y también el Mar de Java, el del Japón, el de Flores, el de China Meridional y el Océano Índico pero quedé varado en Pekín cinco años y allí terminé mis mares con sal y arena que guardaba en los bolsillos.

A diferencia de Japón, China durante sus 5.000 años de civilización ininterrumpida ha vivido de espaldas al mar. Sus juncos no solían ir más lejos de Manila. Por eso los chinos no pintan el mar, aunque sí el agua de los ríos con gran destreza (Ma Yuan 马远, 1160-1225, Dinastía Song). Desde hace 1.500 años, los paisajes chinos surgen de la imaginación del artista, tras un proceso de observación, meditación y depuración, y enlazan directamente con la Abstracción americana de Rothko, Kline o Frankenthaler, entre otros.

A Pekín fui a orientarme. Leí textos taoístas, confucianos y budistas, pero no dejé de ser un bárbaro extranjero. Compré papel de arroz de Xuan y procuré no perder nunca la línea del horizonte, como me enseñaron en el Cantábrico.

MV, Madrid, abril 2019

MANUEL VALENCIA
Breve biografía

Recuerdo dibujar acuarelas a los 15 años, aunque mi formación formal no tuvo lugar hasta los cursos en la Vrije Academie voor Beeldende Kunst de La Haya mucho después. Visité obsesivamente museos, estudios y exposiciones para aprehender, que todo dejase poso, pero haciéndome un sendero propio en la pintura. En 1997, un viaje a Kioto orientó mi camino. Descubrí allí que la naturaleza es la respuesta a todo y desde entonces la estudio, pintando hojas, olas, flores y horizontes sobre papel de arroz hecho a mano. Observación, intuición, meditación y poesía son mis guías.

He hecho 14 exposiciones individuales en Barcelona, Pekín, Shanghai, Madrid, Valencia, La Habana, Belgrado…, numerosas colectivas y las ferias de ARCO, Pekín, Lisboa, o Shenzhen… Aquí soy oriental para muchos y extrañamente occidental para no pocos allí.
Nunca comprendí la pintura como profesión ni tampoco como diletantismo sino como una pasión, envolvente y adictiva para tratar de entender.
La pintura me hace vivir despacio y profundo.

MV

PS. Cuando oigo eso de “la muerte de la pintura” me río como creo que hacía el pintor de las cuevas de Lascaux.

Madrid, abril 2019

A modo de epílogo
José Luis Gallero

Titulcia. Noviembre de 2008

Con sus pinceles chinos, el pintor se ha introducido en la
botánica –en el haz y el envés de la botánica–. Desde su
observatorio a ras de tierra, contempla flores, hojas y raíces
como a sus iguales. Medita, investiga, juega junto a ellas,
participa en la locura de su metamorfosis, la estudia, se
estudia, extrae de las capas más profundas del subsuelo la
semilla luminosa de la simplicidad.

Hay un mismo ciclo para las plantas de la tierra y para la raza de los hombres.
Eurípides. Fragmento 415

En la lenta tentativa de transmitir su óptica a las flores, su
fonética a las hojas, el pintor enceguece y queda mudo.
Sumido en la duda, invoca a los maestros: “Vosotros que
conocéis el punto crucial de la dificultad, mostradme la clave
cristalina del enigma, su callada cadencia”. Y Cèzanne,
Coltrane, responden: “Todos nos llamamos igual. Todos somos
el mismo. Todas las estaciones se asemejan. La vida es eso que
cambia sin dejar de ser nunca el mismo viaje hacia la muerte”.

Cuando la vida estaba a punto de desaparecer, construí una choza, una hojita
capaz de recoger las últimas gotas de rocío. Yo era un viajero que levantaba un
tosco refugio para una sola noche.
Kamo No Choomei, 1155-1216

Cada solución alumbra siempre un nuevo problema; cada logro
revela sin excepción una vieja carencia. Quien ama la vida no
espera nada más. Antes que en crear, la tarea del pintor
consiste en contemplar. Nada tiene que pintar, salvo algo que
ocurre en el interior de la propia pintura, algo cuyo sentido
esquiva las imágenes. Más que en decir, la tarea del poeta
consiste en escuchar.