Miguel Galano

DE FOUGÈRES A ALFAMA
Avelino Fierro

Si ahora la luz se detuviera podríamos ver cómo el aire está lleno de líneas rectas y resplandecientes, entrecruzadas. Y los colores de la superficie y las figuras de los cuerpos que con ellos se revisten, y su proximidad y lejanía. Pero es mediodía. Y vamos desatentos, subiendo en coche hacia la Taberna de Los Pinos, dando tumbos entre las roderas que han escarbado en el camino de tierra las últimas lluvias de primavera. Antes hemos dejado la carretera de asfalto y hemos pasado al lado del cementerio del pueblo y de unas casas mordidas ya por la hiedra. Hay amapolas.

Hago algún comentario sobre este paisaje y señalo cómo estas lomas se extienden kilómetros más arriba, hacia el este, donde ya se cultiva el lúpulo y la menta. No sé cómo es ahora la mirada de Miguel, pero siempre me lo voy preguntando. Ya sé que incluso en esta hora, cuando el sol todo lo apaga, este mundo plano y sin dramatismo llega hasta él de otra manera. Aunque no se le revele ningún motivo pictórico.

Ya bajo el emparrado, hablamos sobre la Pintura. De cómo ha elegido con cuidado –siempre lo hace– los cuadros que estarán a la vuelta del verano en la exposición de Utopia Parkway. Yo he traído una carpeta con reproducciones en color y las extiendo sobre la mesa. Estas imágenes se nos aparecen como reminiscencias de algunas ideas que antes nos habitaron. Uno está tentado de llamar platónica a esta pintura. Miguel Galano observa, recuerda. Va buscando la primordial sustancia de las cosas, penetrando con extraña firmeza en lo que para los demás es desconcierto, o nada, o apariencia. Pero él es capaz de escudriñar en la Naturaleza, ese personaje –decía Valéry– que aparece bajo mil máscaras, que es todo y cualquier cosa.

Puede ver el aire ocupado que moldea las escenas, los grumos grises y foscos que se forman en el horizonte, la hojarasca muerta. Sabe, porque lo ha visto en Leonardo, que si ese aire se confunde en la niebla carece por completo de azul, y tan sólo parece del color de las nubes que blanquean cuando el tiempo está en calma. Pone a funcionar –como ya dijimos en otra ocasión– su metrónomo pictórico y nos entrega escenas suspendidas en el tiempo y, como anotara Satie en una de sus partituras, con un profundo olvido del presente.

Una tarea ingrata. Roer los frutos de la realidad para entregarnos sus huesos, para dejarnos algo así como un aroma, la esencia, su alma quizás. Como cuando pinta sus marinas –ausentes en esta exposición–, en las que a veces sólo quedan pecios arrastrados a la orilla. Paisajes marinos que son radiografías del agua y de las brumas.

Un ejemplo de su forma de escrutar las superficies, de filtrarlas, está en esas dos obras que contienen los motivos más escuetos, mínimos, y que titula Castillo de Medinaceli. El pintor se distancia de las escenas de otros cuadros de mayor tamaño y que le exigen más dibujo, luces y sombras, perspectiva, pincelada y color. Se ha apartado del camino acostumbrado, del trayecto entre el pensamiento, el ojo, la mano y las repetidas sesiones en el lienzo. Se vuelve ligero, esencial, suprematista casi. Y pinta en pocos brochazos un promontorio y ese edificio de piedra oscura, ese pegote que se le ha quedado adherido como una costra a la carne. Un momento en el que el pintor transita por esos lugares y pasa distraído, y ni siquiera ha reparado en si allí había algo grandioso o enjuto, viejo o restaurado, o con almenas desmoronadas por el embate de la intemperie. Pero de alguna manera, mirando de reojo, ese accidente se le ha incrustado en la visión como una mota de polvo. Y lo conjura en la soledad y serenidad del estudio. Algo tan descarnado. Una mancha necesaria.

Pero así ha sido siempre la tarea de Miguel Galano, ir de un lado a otro, tambaleándose, obedeciendo al sentimiento. Ir de los lienzos que le acosan desde hace tiempo, más abigarrados, como ese de los innúmeros copos de nieve que un día cayeron sobre los abetos y las casas en El Mercadín Alto, hasta esas evidencias de la brevedad y la Verdad pictóricas, los árboles abolidos cual transeúntes absortos en el Jardim da Graça, o puertas o rincones entrevistos en ciudades de Europa, o todas las casas que ha ido pintando bañadas por la luz de la tarde que penetra la delicada solidez de sus muros. ¿No hemos observado a veces estos momentos, estos paisajes, como si fueran bodegones alumbrados por la luz de una lámpara? Como las escenas íntimas de Vuillard, del que un crítico escribió que sus composiciones sugerían la naturaleza accidental y metafórica del modo en que percibimos todo lo que nos rodea, que eran como fragmentos de conversaciones. Si Galano pintase interiores serían, sin duda, salas de espera para los días de lluvia, en las que los objetos reverberarían como cuando un fotógrafo hace vibrar su cámara.

Pureza sin brillo. Íntima pulsación, luces mortecinas. Un mundo que el pintor ha conquistado para nuestros ojos, emociones recreadas por el artista con esa sutileza en la que ha empeñado toda su vida. La pintura puede llegar a ser algo, a condición de que uno se entregue enteramente a ella, escribió Bonnard a Matisse.

Y aquí están estas visiones. Tumbas entre el espesor verdinegro de la fronda del Père-Lachaise, flores de iglesia. Un muro color carmín, como unos labios. Miguel, cuánto tiempo ha pasado desde aquella tarde en que el viento se disipó y la nieve volvió otra vez a Fozaneldi o a los parques de Népliguet. Hoy estamos viendo el ocaso en El Cabillón. Soledad a pesar de todas las palabras dichas. Constelación de silencios. Languidez.

París/Madrid/Lisboa

Miguel Galano pintor de atmósferas, de lo inasible, casi de lo invisible, nos muestra esta vez su mirada poliédrica sobre tres ciudades especialmente evocadas en la literatura y las artes plásticas, Paris/Madrid/Lisboa, una exposición que desde la galería nos atrevemos a decir quizá sea la más ambiciosa de todas las suyas. Escribe Juan Manuel Bonet al comienzo de uno de los textos del catálogo – el otro lo firma el también crítico y poeta Enrique Andrés Ruiz – “… Como quien no quiere la cosa, Miguel Galano se ha ido convirtiendo en uno de los grandes de nuestra pintura. Gran voz solitaria, esencial y secreta la suya. Su lugar dentro de la escena artística actual, recuerda al que en su día ocupó su paisano Luis Fernández, tan distinto del resto de los miembros de nuestra Escuela de París…” A propósito de esta ciudad apunta J.M. Bonet que los cuadro que ahora se presentan están inspirados en las largas caminatas del pintor por sus calles. Sorprende, es casi mágico ver como Miguel Galano encuentra el tono exacto del hálito parisino.

En cuanto a Lisboa dice Bonet que “Galano ha sabido condensar en sus cuadros lisboetas la dulzura y la melancolía de la ciudad, su atmósfera metafísica, sus azoteas, sus cipreses, sus cielos atlánticos, su monasterio de los Jerónimos, su Chiado, su Rossio que es como nuestra Puerta del Sol, sólo que con salitre y aires ya ultramarinos.” Galano ama profundamente Portugal al que vuelve una y otra vez buscando lo que ya está en su cabeza pero que de pronto surge en una calle o en un parque para acabar tomando cuerpo en un nuevo cuadro.

Y sobre los cuadros de Madrid, Enrique Andrés Ruiz gran conocedor de la obra del pintor asturiano escribe ” … Y, al fin, será un Madrid igualmente tocado por la bruma y la noche, con el cielo nublado y las calles como al fondo de un pozo al que no llega la luz del sol, esa ciudad universal de la melancolía que lleva el pintor consigo, se encuentre donde se encuentre, en la que van a recalar unas pinturas donde ha tenido lugar una conversación del artista con el hombre que siempre va con él. El Madrid del Paseo del Prado, hacia Atocha, el Madrid del Jardín Botánico, de las casetas libreras de Moyano y también del edificio sindical y racionalista de Cabrero y Aburto frente al Museo del Prado, recortado sobre el cielo opaco como un bloque de pesadumbre…

Miguel Galano, peatón de las ciudades
Juan Manuel Bonet

Director del Insituto Cervantes

Como quien no quiere la cosa, Miguel Galano se ha ido convirtiendo en uno de los grandes de nuestra pintura. Gran voz solitaria, esencial y secreta la suya. Su lugar dentro de la escena artística actual, recuerda al que en su día ocupó su paisano Luis Fernández, tan distinto del resto de los miembros de nuestra Escuela de París.

El Instituto Cervantes presenta ahora una exposición de Galano centrada en su relación con tres de las ciudades que han retenido su atención como pintor: Madrid –donde realizó sus estudios de Bellas Artes-, Lisboa –que fue la primera ciudad extranjera que pisó, en la época en que por razones de trabajo residía en Extremadura-, y la propia capital francesa, que tardó más de la cuenta en visitar, aunque aquí venga a cuento el refrán “Nunca es tarde cuando la dicha es buena”. Exposición comisariada por Enrique Andrés Ruiz, que además de una de las grandes voces de nuestra poesía, es uno de nuestros críticos de arte más lúcidos. Exposición que se verá en nuestros centros de París y Lisboa, y en Setúbal. En el caso de Portugal, en el marco de la ya muy consolidada Mostra Espanha, impulsada por nuestra Secretaría de Estado de Cultura.

Nacido en 1956 en el Occidente asturiano, en Tapia de Casariego, Galano dio sus primeros pasos artísticos en Oviedo y Madrid. Profesor primero en León y luego en Mérida, lo fue luego en la capital asturiana, en cuyo alfoz sigue residiendo. La propia ciudad de La Regenta, y su villa natal y numerosas otras localidades occidentales, y Gijón, y Avilés, y por supuesto el mar siempre recomenzado, que es el telón de fondo de la vida tapiega, le proporcionaron los primeros mimbres, aquellos con los que empezó a construir su pintura, delgada, en voz baja, sutil, profunda, única…

Creador profundamente enraizado en su Región –con la mayúscula evidentemente estoy sugiriendo una conexión Juan Benet-, Galano ha sido capaz de, a partir de ella, interrogarse sobre otras tierras. Sus viajes europeos lo han llevado a pintar calles, plazas, jardines, iglesias, cementerios, un poco por todo el continente: Lisboa y París, a las cuales enseguida haré referencia, pero también Basilea, Zürich, Amsterdam, Copenhague, Budapest, Praga, una Cracovia invernal… una ronda en la que se han ido intercalando Badajoz, Barcelona, Córdoba, Lugo, Madrid, San Lorenzo de El Escorial, Segovia, Toro y otras localidades españolas… Más sendos excursos novomúndicos: Chicago, y Cartagena de Indias.

Madrid, la ciudad donde Galano se formó, ha sido también, a lo largo de los últimos veinte años, el escenario de sus triunfos expositivos, vía Utopia Parkway, la más grande de nuestras pequeñas galerías. Las pocas pero sentidísimas entrevisiones madrileñas del pintor surgen de sus paseos solitarios y melancólicos, en los cuales va a fijarse sobre todo en el Paseo del Prado, y en ese pulmón que es el Jardín Botánico, tan amado por nuestros poetas.

Retienen la atención del pintor desvaídas casas ochocentistas, una fuente como de decorado de teatro, y sobre todo la mole sindical y chiriquiana de Aburto y Cabrero. Un cuadro especialísimo es el nocturno de la verja del Botánico, pintado durante los meses de 2007 en que la ocultaban las casetas provisionales de los libreros de la Cuesta de Moyano, entonces temporalmente alejados de ella debido a unas obras de reforma. Completa el ciclo madrileño, en un barrio completamente distinto, la visión de otra mole emblemática de la posguerra, mole hoy desierta y de destino incierto, el Edificio España, en la plaza de mismo nombre.

Lisboa, para nosotros los españoles, es el extranjero más a mano. Para mi amigo el gran fotógrafo francés Bernard Plossu, la capital de “o país da poesía”. País por cuyas carreteras secundarias ha gustado de perderse Galano, descubridor de iglesias humildes con altares de oro ajado brillando en la penumbra. Uno de nuestros escritores que mejor captó Lisboa y mejor la supo decir fue el impar Ramón Gómez de la Serna, para el cual el viaje a Portugal empezaba con buen pie, ya que el tren expreso que a ella conducía a los viajeros salía desde la estación madrileña de Delicias. Galano ha sabido condensar en sus cuadros lisboetas la dulzura y la melancolía de la ciudad, su atmósfera metafísica, sus azoteas, sus cipreses, sus cielos atlánticos, su monasterio de los Jerónimos, su Chiado, su Rossio que es como nuestra Puerta del Sol, sólo que con salitre y aires ya ultramarinos: como un presentimiento de Rio de Janeiro… Maravillosas su casa con chimenea de fábrica adjunta, al pie de la Sé, y sobre todo sus sucesivas aproximaciones al encantador barrio de Alfama, y entre ellas esa pared con farola solitaria –Galano es el farolero universal de nuestra pintura- en el Jardim das Pichas Murchas…

París, por último. Mi monografía sobre Galano, aparecida en 2016, se cierra con un capítulo en el que doy cuenta del asomarse del pintor a la capital francesa, en dos ocasiones sucesivas, ambas en 2012, la primera con su paisana y colega Chechu Álava como guía, y la segunda con el firmante de estas líneas en ese mismo papel. Relato en esas páginas, con bastante detalle, un par de caminatas compartidas, la primera diurna, del lado de la Porte de Vanves, de la Cité Universitaire, del parque de Montsouris, de la rue Henri-Rousseau –el Aduanero ha sido otro faro para el pintor-, y la segunda en cambio crepuscular, a la hora que los franceses designan como “entre chien et loup”, del lado de la iglesia neoclásica de Saint-Sulpice y del parque del Luxembourg, un entorno poblado de sombras como las de Olympe de Gouges, Remy de Gourmont, Ramón Gómez de la Serna, William Faulkner, Filippo de Pisis, Ernst Jünger o Roland Barthes, un entorno que sigue siendo hoy el del dibujante Sempé, el de Catherine Deneuve, el de Patrick Modiano…

Los cuadros que París ha inspirado hasta la fecha a Galano son fruto de esas y otras caminatas. Cuadros “normales”, nada monumentales, discretos, escuetos… En dos de ellos el peatón de París fija la esencia de la rue du Canivet –perpendicular a Servandoni: calles ambas silenciosas, como de aldea, casi a la sombra de Saint-Sulpice, obra precisamente de Servandoni-, y de la mozartiana iglesia de Saint-Eustache. Dicha por Galano, la rue du Canivet, a una hora fosca, casi parece la desaparecida rue de la Vieille Lanterne donde se ahorcó Gérard de Nerval, tal como la dijo su amigo Célestin Nanteuil en un célebre grabado. Dentro del conjunto nos llama poderosamente la atención un felicísimo y preciosísimo ciclo montmartrés: algunas calles también de pueblo, por siempre utrillescas, y asomando al fondo de una de ellas la mole blanquísima del Sacré-Coeur, en la de Ravignan el Bateau Lavoir picassiano que como es bien sabido fue uno de los laboratorios centrales de la primera modernidad, el entorno del Moulin de la Galette, los Jardins Renoir contiguos al Musée de Montmartre y desde los cuales la vista alcanza hacia la banlieue Norte y más allá, y en la misma rue Cortot la diminuta casita-armario donde antes de afincarse en la banlieue Sur residió nuestro amado Érik Satie, cuya música suena a menudo en el estudio ovetense del pintor… En la línea “cosas de mucha alegría” inaugurada por este con el magistral ciclo en torno al cementerio de Assistens Kirkegard, en Copenhague, no podía faltar una sombría entrevisión del Père Lachaise. Y luego, como una invitación a salir de las murallas de la gran metrópolis, una visión post-Corot de una casa en Ville-d’Avray, visión que trae a nuestra memoria aquella memorable exposición Corotiana, de Galano, en 2008, en el Museo de Bellas Artes de Asturias, que es uno de los grandes museos de España, y en el que entre otros tesoros amados por nuestro pintor y por este su glosador, se conservan uno de los espectrales retratos de Carlos II de Juan Carreño de Miranda, y una de las inmortales rosas del mencionado Luis Fernández.

EL NORTE UNIVERSAL
ENRIQUE ANDRÉS RUIZ

En las casas pintadas por Miguel Galano y a diferencia de las muchas casas que han pintado otros pintores amigos y coetáneos (más bien deshabitadas o como escenarios teatrales o maquetas de casas), soñamos que hay gente, personas que van con sus horas a cuestas. Las casas —como las calles y las plazas o plazuelas— de Miguel Galano no son, diríamos, objetos, cuerpos más o menos geométricos en el espacio del cuadro con los que componer agradecidamente una pintura que, en realidad, sería abstracta, sino ámbitos, espacios llenos de tiempo, con las huellas y los restos que el tiempo va acumulando sobre los rincones, las pequeñas repisas, los estantes, las mesitas, los armarios y los dinteles de las puertas que conducen a cuartos en penumbra, adonde, quizá fugazmente, el sol de la mañana llega como por milagro algunos días, para sorpresa de las cosas quietas que hay por allí medio dormidas.

Y esta humanidad de las pinturas de Galano es fuente principal de su emoción. A comienzos de los años noventa, cuando Miguel Galano llegó a Madrid con sus pinturas (más bien cuando volvió, porque había estudiado en la Facultad de Bellas Artes), venía de algunas aventuras lindantes con una abstracción expresionista en la que aún se podían distinguir los ecos, por ejemplo, de Twombly, los gestos, temblorosos o violentos, del patetismo abstracto al que los pintores que querían pintar habían vuelto los ojos en la década anterior. Recuerdo madejas vegetales, líos de maleza… Pero que su destino de pintor no iba a tener que ver —no principalmente— con la resolución de problemas plásticos o con la acuñación puramente estilística de una manera, lo anunciaban ya por entonces, cuando celebró su primera exposición en la galería Utopia Parkway, de Madrid (su galería de siempre y en la que tendrá sede la última parada de esta exposición), unas pinturas que podríamos considerar ya “personales”. Pero no porque declararan la invención de una marca de fábrica o un estilo individual, sino porque una humanidad particular, un interior a todas luces poco pacífico, una intimidad inquieta —un inquietum cor agustiniano— había sido ya puesto en el riesgo de la revelación y se nos ofrecía o se nos confesaba en pinturas que eran a veces retratos y (por eso mismo) autorretratos, aunque otras muchas veces, no.

Las pinturas de Miguel Galano iban a apuntar a partir de entonces a algún estado del alma y a constituirse en su correlato; el destino, pues, del pintor, vendría orientado por esa ley más o menos simbolista y por la captación y, después, por algo parecido a la salvación o rescate de una subjetividad que vaga, duerme, pasea, descansa, gime, en ocasiones canta entre las cosas, por las calles, al atardecer, de noche, frente al mar, en un parque, en tránsito por una carretera, al pasar junto a una casa o una garaje, al despuntar el día, y como en una especie de afinidad con esas otras presencias invisibles de quienes soñamos que deambulan por una casa cerrada o acaban de pasar por una calle en sombras. Siempre recuerdo un autorretrato de 1993, particularmente desgarrado, en actitud inmolatoria, en el que la persona del pintor se ofrecía a la contemplación de su angustia constitutiva. Había algo en aquella pintura de cosa inglesa, de (sin parecerse en nada) retrato de Lucien Freud. Y había por entonces otros autorretratos; pero con el tiempo, el espejo en el que el propio pintor se iba a ver a sí mismo iba a estar mucho más y mejor dispuesto en las casas de los otros, en los parques, en las callejas que los otros, invisibles, atraviesan.

En 2003 tuvo el placer de comisariar la exposición retrospectiva de Galano en el Museo de Teruel. Para esa fecha, todo había cambiado. El destino aquel se dibujaba más claro al fondo del camino. Las apariciones del pintor en sus pinturas eran ya muy escasas, acabarían desapareciendo y el artista prefería ocultarse. La ocultación, sin embargo, sólo iba a afectar a la figura de su persona, pero no —todo lo contrario— a los reflejos del alma aquella que se habían ido posando sobre el mar y sus acantilados en la noche, sobre unos miradores en la tarde lluviosa, sobre la enramada desnuda del paseo en invierno, sobre la tarde vacía en la placeta, sobre el tronco del árbol, negro entre la nieve…

Y, en fin, sobre el Norte —así se titulaba aquella exposición: El Norte— que venía a determinar la latitud espiritual propicia en la que el pintor situaba aquella subjetividad que ahora tomaba, de las cosas y los espacios y los instantes exteriores y ajenos, su vestidura, el atuendo bajo el que se presentaba su alma. Alma, pues, norteña, atravesada por las hilachas de bruma y humedecida por el agua inconsútil que flota en el aire que llega del mar. Alma de invierno, gris como las mañanas opacas, aterida en al amanecer de la carretera, al paso por la esquina del edificio de ladrillo del pueblo, aún dormido.

Casi todo lo que toca Miguel Galano, lo inverniza. Y es, claro, una condición suya de nación la proximidad del mar en sombras y la del cielo encapotado; pero El Norte también fue el titulo para varias pinturas especialmente redondas, plenas, por lo general de buen tamaño, en las que un primer término boscoso de fosca vegetación, una densa bardera de coníferas, eucaliptos y arbustos raseros, recortaba su masa en un perfil de contraste contra el cielo blanco que aparecía pautado por el pentagrama de las ramas y las copas sobresalientes. Pero el Norte va con el pintor. Su corazón lo lleva. Tanto que su pintura, que se haría a partir de entonces bastante errabunda, viajera, nunca iba a abandonar esa latitud del espíritu. Italia —la Bolonia de su querido Morandi—, ciertos parques alemanes, nórdicos, ciertas callejas de la Europa del centro, Portugal, el centro mesetario de España, la Cracovia tan de Juan Manuel Bonet —definitivamente el mejor compañero de viaje de esta pintura—, pero incluso Cartagena de Indias, en una estancia sorpresiva, fueron capaz de arrancar las notas grises de siempre, apagadas, tan apagadas, por lo demás, como sonaron desde la pintura de otro pintor de lo que él llama su “familia”, Armando Reverón y su Caribe en sordina.

Hace sólo unos meses que presentamos en el Museo Thyssen, de Madrid, la monumental monografía que Juan Manuel Bonet ha dedicado a Miguel Galano. Libro de aluvión, construido, o, mejor dicho, dejado construir como por sí mismo, al azar de las rutas que han seguido las pinturas, sin voluntad de dirección, sin rumbo prefijado, según el ánimo de las divagaciones —“Divagaciones galanescas”, comienza el autor por decir de su obra— y de los aleatorios nudos de conexión que, sin haberlo pensado, de pronto se presentan enlazando nombres de artistas, de poetas, fechas de sus encuentros, entre los cabos de las imprevistas y por los demás desapercibidas casualidades que ponen en conversación a una ciudad, una calle o un café, con un libro o una pintura quizá lejanos; pero es esta la mejor manera, desde luego (y mucho más en manos de Bonet) de establecer vínculos de relación, no sólo para que el alma solitaria se encuentre acompañada por sus “familiares” (tal como lo son, sin distinción de rangos ni de épocas, para Miguel Galano, otros artistas como Aquerreta, Caneja, Music, Morandi, Gaya, cierto Amable Arias, Hammershoi —¡qué Hammershoi es, por ejemplo, una pinturita de Cracovia, titulada Ignacego Kriegera en el Wyspianski, de hace ahora no más que tres o cuatro años—, y Xavier Valls, y Avigdor Arikha, y Cristino de Vera, y Reverón mismo), sino para que se encuentre a sí misma y dialogue consigo mientras va envuelta en las imágenes que le dan carne y tierra concretas: el ropaje de un pequeño altar de dorados envejecidos, el de una esquina nevada o el del pasaje entre dos edificios que alumbran difusa y pobremente unas farolas. Y todas esas cosas, esos objetos dejan de serlo, por decirlo así, se criaturizan, y reflejan como seres el rostros del pintor.

Pues bien, es justamente en París, el París en el que nació su mejor comentarista y dirigió el Instituto Cervantes, donde comienza la ruta de esta exposición que luego visitará Setúbal para llegar finalmente a Madrid, al cabo del año, a la Galería Utopia Parkway. Es, por el momento, la última derrota de la pintura de Miguel Galano, el último recorrido de rincones y portales, calles, parques y glorietas, carreteras y arrabales de cuyas fisonomías el alma aquella errante del pintor del Norte, va tomando encarnadura para hacerse justamente visible con su peculiar e intransferible tonalidad gris y blanca y parda y su tenue y evaporado cuerpo de niebla en los cristales, de polvo detenido y de posos de café. Es el París del Sacré-Coeur y de Montmartre en homenaje a los impresionistas (en concreto a Utrillo, pintor de las callejas, de las banderas y de la nieve), un París oscuro, crepuscular o nocturno, que conserva en sus imágenes el frío del invierno y el cielo cerrado y la soledad de muchos días; la soledad de quienes, seguramente, vivan a fallebas cerradas y arrastran por los corredores unos pies muy cansados, como, por ejemplo, adentro de esa casa de la Rue Cortot sin embargo iluminada como por una luz cenital de claraboya, en homenaje a Erik Satie. Pero es también el París del cementerio de Père-Lachaise, hundido en sus particulares tinieblas, y de una casa en la Rue Ravignan o en Ville d´Avray, que podrían haber salido de alguna novela de Fred Vargas…

También la humedad, claro está, y el silencio y la lluvia y los posos del café pueden envolver una Lisboa en otros días luminosa, para que el alma encuentre al corresponsal de su estado, la encarnadura de su leve, finísima materia. Tan leve como que por un pasaje del Largo de Artafona, por donde se acuesta uno de los muros de la iglesia de San Cristóbal y San Lorenzo, la calleja parece desvanecerse desleída en sus tonos rosados y grises hasta casi desaparecer en una huella de agua. La ropa tendida en la Praça das Flores atestigua de la vida callada de quienes seguimos imaginando que lentamente se desplazan adentro de los muros, que el pintor hace hermanos. Alfama, patios, pasadizos, jardines, húmedos rincones con faroles a los que llega el aliento frío del mar para deshacer las aristas de sus paredes de piedra y convertirlos en sueño.

Y, al fin, será un Madrid igualmente tocado por la bruma y la noche, con el cielo nublado y las calles como al fondo de un pozo al que no llega la luz del sol, esa ciudad universal de la melancolía que lleva el pintor consigo, se encuentre donde se encuentre, en la que van a recalar unas pinturas donde ha tenido lugar una conversación del artista con el hombre que siempre va con él. El Madrid del Paseo del Prado, hacia Atocha, el Madrid del Jardín Botánico, de las casetas libreras de Moyano y también del edificio sindical y racionalista de Cabrero y Aburto frente al Museo del Prado, recortado sobre el cielo opaco como un bloque de pesadumbre…

Hacia mediados de los años noventa, algunos jóvenes pintores españoles quisieron dar continuidad a la pintura figurativa que sus hermanos mayores de la década anterior habían conseguido reanimar mediante una difícil estrategia conceptuosa y el rescate de ciertos pintores de la tradición moderna que, silenciados o solapados hasta entonces, habían hecho una papel más bien de raros en una historia del arte contemporáneo que todavía se escribía en dirección única. Los jóvenes, por su parte, echaron mano de una mecánica francamente pop, activada a través de la apropiación de imágenes, unas imágenes en las que no importaba demasiado su falta de encarnadura de cosa viva, o en las que esto importaba mucho menos, desde luego, que su condición de figuración, es decir, de composición de signos o figuras lingüísticas desencarnadas. (Y de “la soledad de los signos” había hablado, precisamente, Giorgio de Chirico, uno de las referencias de este puñado de pintores, para decir de la danza de las figuras en la representación metafísica, huérfanas de argumento y asimiladas a su disfraz o revestimiento de figura). De ahí que una pintura como la de Miguel Galano muestre tan gran resistencia a su consideración como “pintura figurativa”, dado que será muy difícil reducir a figuras o a signos instrumentales las presencias y las ausencias que en sus obras pueden ser calles, personas, flores o noches del mar.

Por aquel entonces había muy pocos (y muy escasamente atendidos) pintores que, siéndolo, no fueran pintores abstractos o, como mucho, eso, pintores “figurativos”, aunque a estos últimos esa su raigambre pop o ironista o más o menos conceptuosa, les confirió una especie de franquicia de circulación en el circuito del arte contemporáneo, lo que se dice una coartada. Pero sin coartada, sin juego de imágenes, sin ironía lingüística, eran muy pocos —y siguen siéndolo— los pintores que pintan, por decirlo así, por derecho y no precisan de una homologación en los controladísimos puestos de aduanas en los que son examinados los avales y pasaportes de contemporaneidad, es decir, las coartadas. Muy pocos son los pintores —paradigmáticamente, Miguel Galano— tan antiguos y tan modernos como para que, ante sus pinturas, el aficionado cobre al instante la conciencia de reencontrarse con la siempre perdida y siempre encontrada materia carnal de su pasión.

Miguel Galano, pintor de Cracovia
Juan Manuel Bonet

Ambos Mundos 16 de marzo de 2012

Primera colaboración para Ambos Mundos. Me gusta empezar lejos, en Cracovia. Y cerca, con un pintor amigo y cómplice, cracoviense de adopción: el asturiano Miguel Galano (Tapia de Casariego, 1956). Inicios expresionistas. Paso por San Fernando. Profesor en diversos lugares, destacando Mérida. Regreso a Asturias. Final de su actividad docente. Barcos. Retratos, autorretratos obsesivos. Malezas. El primer cuadro suyo que me impresionó, circa 1993, fue Nieve en Fozaneldi, pintado en la calle de Miguel de Unamuno de ese barrio ovetense. Fozaneldi sonaba italiano, Paola es italiana, Unamuno es uno de los grandes. Aquella pintura sobre el barrio, sobre la casa en que entonces vivían los Galano: pintura ya honda, esencial, luz en la sombra, dibujo nervioso deshaciéndose en el aire. Vendrían luego muchas aproximaciones a esa tierra natal, casas solitarias, aldeas, pueblos, montañas bajo más nieve, neones de carretera, el mar siempre recomenzado, los acantilados de Tapia, unas farolas en lo oscuro…
En un determinado momento, Galano, sin dejar de interrogar el paisaje de su tierra, comenzó sus periplos europeos. Italia son para él Bolonia y Giorgio Morandi. Están además Portugal, Basilea y Zürich, Holanda, Copenhague y un recoleto cementerio junto a una iglesia… Hasta llegar, como quien no quiere la cosa, a Centroeuropa. Praga en grises sudekianos. Un parque en Budapest. Y ahora, Cracovia, tema único de su próxima muestra madrileña. Cracovia, una de las grandes capitales de la vieja Europa. Fue la de Polonia, y sigue siendo su capital espiritual, algo que quedó especialmente claro durante los años de la glaciación comunista. Su Universidad tiene una tradición de siglos. Sus cafés simbolistas son mejores aún que los de Viena. Sus anticuarios y libreros de viejo atesoran todavía riquezas. Sus poetas, como Adam Zagajewski, prosiguen por la senda de los simbolistas, del un tiempo madrileño Tadeusz Peiper y otros de los vanguardistas de Zwrotnica (“El cambio de aguja”), de Czeslaw Milosz, de la recientemente fallecida Wyslawa Szymborska…

Sólo una vez ha estado Galano en Cracovia, pero le ha bastado para empezar a construir una ciudad tan esencial como el resto de las que ha hecho suyas. Ha dicho, con su peculiar estilo despojado y leve, con su inconfundible cromatismo sordo –no olvidemos tampoco su dibujo geométrico, analítico-, las calles oscuras, las murallas, los callejones metafísicos, las torres góticas, el heraldo, el anillo verde de los Planty y los pájaros girando en su cielo blanquecino, la torre simbolista (Pod Globusem) con su reloj iluminado en la noche, las tiendas color canela hermanas de las del raro Bruno Schulz… Horas lentas, con presencia de la niebla y la nieve, que aquel viaje fue en Navidad. Horas grises. Horas ya galanescas, sobre todo, como lo es ya la Cartagena de Indias de Luis Carlos López…

Galano tiene una expresión que me gusta mucho, “la familia”, para referirse a aquellos que considera como sus faros. En una lista corta de los mismos estarían Camille Corot, Luis Fernández, Lucien Freud, Ramón Gaya, el danés Vilhelm Hammershoi, Edward Hopper, Morandi, el esloveno Zoran Music, el pragués Jakub Schikaneder y sus tranvías, el belga Léon Spilliaert y otros simbolistas de esa tierra, Mark Rothko, Cristino de Vera… Más el contexto más próximo: un “senior” como el navarro Juan José Aquerreta, y el grupo de los neometafísicos, con muchos de los cuales el de Tapia ha coincidido tanto en su galería (Utopia Parkway) como en distintas colectivas de tendencia.
Ojalá logremos enseñar allá, un día no muy lejano, los frutos de la estancia cracoviense de Galano, en esa ciudad en la que uno quisiera estar siempre, como el padre Azarías H. Pallais quería estar siempre en Brujas…

MIGUEL GALANO EL MAR
Y LA NOCHE Y una carta de Santos Amestoy

Santos Amestoy

LA NOCHE, EL MAR

Santos Amestoy
Querido Miguel:
La forma epistolar no suele ser usual en los catálogos, aunque de todo ha habido. Pero tampoco es muy común tu costumbre -grata, por otra parte- de aderezar un florilegio poético para cada exposición. En esta, por ser tan monográfica, se me ha puesto difícil el encargo de escribir un ensayito introductorio y a la vez disponer con primor de antólogo un poligráfico ramillete de poemas. La noche y el mar -nada menos, pero nada más-, lema y asunto de esta exposición, más la pintura de Miguel Galano, he ahí un compuesto que tiene sus explicaciones, su glosa. Hay una vía o modo de abordar con éxito la peculiaridad del fenómeno. Lo difícil, quiero que quede claro, está en aproximar la presa que el ensayo cobre -tan singular, tan personal y local, tan rara- a los topoi literarios de la noche y el mar; asuntos tan generales, tan extensos, tan inconmensurables como advierte el último y gnómico Bergamín:

A veces pienso que el día
y la noche se juntaron
para darle al corazón
un solo camino largo.

Camino fuera del tiempo
como fuera del espacio:
luminoso y tenebroso
camino descaminado.

Pero también:

Lo que dice el viento,
lo que dice el mar,
me parece el cuento
de nunca acabar.
Por tan fabuloso
hablar sin sentido
¡qué maravilloso
silencio perdido!

Sólo si me dirijo directamente a ti puedo poner en su sitio cosas y dificultades como la que acabo de mencionar, y que el lector-espectador lea y nos juzgue. Que lea esta carta en la que se agavillan, además de lo que llevo dicho y lo que ha de seguir, algunas reflexiones acerca de esta exposición, sin que ello excluya la enojosa colecta que me solicitas.
La carta que te escribo -podríamos decir en consonancia con el formato electrónico del catálogo- es un mensaje, un extenso e-mail, (¡quién dijo que ya no existe el género epistolar!). Algo que a nosotros, que llevamos tiempo remitiéndonos cartas electrónicas (en las que compartimos a cuatro bandas las direcciones de nuestros amigos y admirados pintores Javier Victorero y Juan Manuel Fernández Pera) no nos es ajeno. He, pues, aquí un e-mail, aunque más largo, como aquel en el que te envié el poemilla de José Martí en Versos sencillos y en el que ya salían la pintura, el pintor y el mar:
Sé de un pintor atrevido
Que sale a pintar contento
Sobre la tela del viento
Y la espuma del olvido.
Yo sé de un pintor gigante,
El de divinos colores,
Puesto a pintarle las flores
A una corbeta mercante.
Yo sé de un pobre pintor
Que mira el agua al pintar,
-El agua ronca del mar-
Con un entrañable amor.
Acabo de llamar monográfica a esta exposición y, tal vez, me he quedado algo corto. Lo es en lo temático: noche y mar. Pero, además de oscura, es prácticamente monócroma; como pintada con hollín. Negra. Aunque quizás por eso, paradójicamente luminosa. Algo que ya venía sucediendo desde tiempo atrás y desde tu estupenda y exitosa Corotiana de este verano en el Museo de Bellas Artes de Oviedo que, si también monográfica en lo de glosar a Corot, reunía sin embargo un variado catálogo de diversos motivos tuyos, como gustas llamar -porque aparecen intermitentemente en distintos momentos de tu carrera- a lo que otros llamarían series: tus boscajes, arboledas y frondas, tus parques, tus nieves absolutas, tus resplandores, alguna montaña china, tus casetos solitarios y tus casas anónimas que, sin embargo, parecen merecer nombres y apellidos propios porque, más que pintarlas, las retratas de una manera, digamos, personal (no faltará hoy quien diga “personalizada”); lo que me hace recordar aquella visión terrenal de Unamuno en el Romancero del destierro:

Esa casuca de la naricita
con sus negros ojazos cuadrados,
¿qué me quiere?
Paisaje, celaje, visaje –tierra, cielo, rostro-
derrítense en uno…
En ella se encierra –se entierra-
una pobre pareja de abuelos
que enterraron sus hijos, sus nietos,
y que ven en las noches de invierno
ponerse la luna…
Tierra, cielo rostro, derrítense en uno…

En el prólogo de tu reciente antológica santanderina, en la Sala de Arte Robayera de Miengo (¡vaya un verano de exposiciones!), dice Marcos Ricardo Barnatán que tu metodología quizás consista en “retratar lo familiar hasta que se vuelva desconocido”. Está muy bien visto. Como en el poema de Unamuno, es la extrañeza -“¿qué me quiere?”- la razón de ese retrato de la casuca con ojos y nariz y el asunto de los viejos, por narrable, es por definición lo conocido. Pero, ¿desde donde mira el pintor esa realidad cotidiana que al ser retratada, y yo diría que entrañablemente, se extraña y nos hiela y nos escalofría un instante? ¿Cuál es el punto de vista? Tal vez nos ilumine Fernando Pessoa en la voz, fingidamente whitmaniana, del Alberto Caeiro de los Poemas incon-juntos:

La noche es muy oscura. En una casa a gran
distancia.
Brilla la luz de una ventana.
La veo y me siento humano de pies a cabeza.
Es curioso que toda la vida del individuo que allí mora, y
que no sé quién es,
Me atraiga sólo por esa luz vista de lejos.
Sin duda que su vida es real y tiene cara, gestos,
familia profesión.
Pero ahora solamente me importa la luz de su ventana.
A pesar de estar la luz allí porque él la ha encendido.
La luz es la realidad inmediata para mí.
Yo nunca paso más allá de la realidad inmediata.
Más allá de la realidad inmediata no hay nada.
Si yo, desde donde estoy, sólo veo aquella luz,
En relación a la distancia hay sólo aquella luz.
El hombre y su familia son reales en el lado de allá de la
ventana.
Yo estoy en el lado de acá, a una gran distancia.
La luz se apagó.
¿Qué me importa que el hombre continúe existiendo?

En el cuadro Paredón de Villamea de la presente exposición, excepcionalmente policromo (dadas las tesituras de la muestra, todo un fauve), hay unas casas que asoman traslapadas por el paredón del título como asomaba la faz del pintor en tus autorretratos de hace algunos años. La luz que tiñe un plano del dicho paredón (puesta allí con ajustadísima y conmovedora intensidad) hace nocturno este cuadro de casas voyeuristes que bien pudiera ser también un nuevo autorretrato del pintor parapetado o, como decías hace unos años, voyeur. ¿Reapa-rición de un antiguo motivo?
En “El mar y la Noche” hay todavía cierta variedad de ellos, aunque prevalecen los de la serie negra “Eco de mar”. Pero ya digo que esa pluralidad no es comparable a la que en Corotiana todavía resume tu repertorio de motivaciones. Es lo que permitió arrimar a tu pintura esa aproximación a la melancolía de lo cotidiano y local que Juan Manuel Bonet aportó, sin agotar -nos dice- el tema, con la inclusión en el catálogo de su precisa y preciosa antología del mejicano (jamesiano, laforguiano, rodembachiano…) González de León, lo que hace de esa publicación del museo ovetense, y aunque solamente fuera por eso, referencia bibliográfica de primera magnitud. Poeta postsimbolista, boticario (conozco una laureada tesis doctoral sobre farmacia y poesía, plagada de boticarios poetas, en la que no viene ni noticia de él: olvido y precaria recepción de nuestros poetas de América), la obra del jalis-queño Francisco González de León da prueba tan concluyente como nítida de que el carácter de la poesía mejicana se define por un discreto y matizado sentimiento crepuscular de tono velado y otoñal, atribuible al ambiente del altiplano. Es la caracterización que el gran humanista dominicano Pedro Henríquez Ureña perfiló a comienzos del siglo pasado y desde entonces viene siendo motivo de consideración teórica y crítica.
Bonet, en ofrenda a tu norteña pintura, titulaba su antología con un verso feliz de aquel poeta mesetario: La rosa de los vientos se septentriona. En la antología que compuso para tu exposición El Norte (Museo de Teruel. Comisario, Enrique Andrés Ruiz. 2003) se valió del verso, que se ha hecho perdurable, “Musa del septentrión, melancolía” del montañés Amós Escalante. Poeta tardorromántico de retórica clasicista, buen sonetero, tiene interés mayor de lo que algunos creen y menor del que le atribuyen quienes hoy corónanle poeta nacional de la cantábrica autonomía, culpa no merecida, olvidando que era para él su mar, ahora el de Cantabria, el antiguo mar santanderino de Castilla (“¡Oh, si de nuevo en tu cerrada breña/ hallaren presa el hacha y la cuchilla,/ aún lograran los mares de Castilla/ lucir hazañas que la mente sueña!”). La antología septentrional de Bonet fue un acierto que se justificaba por sí mismo. Debes reconocer conmigo, tú que eres el feliz causante de ambas antologías bonetianas, que con ellas han quedado agotados, por el hecho de haberse producido -compréndeme-, el tema de tu orientación septentrional y el que antes he llamado de la melancolía de lo cotidiano; bien entendido que sólo para una pesquisa antológica de esta naturaleza y que nunca segundas partes fueron bue-nas.
En el cuidado y encantador catálogo de tu exposición de 2005 en la galería Amaga de Avilés, Ángel Guache quiso asociar tu pintura a la tendencia poética que en algún momento fue llamada Escuela de Trieste. “Si algún artista contemporáneo” -escribía nuestro buen amigo- “enlaza con esa tendencia literaria, si se pudiera ilustrar con imágenes pictóricas, sin duda podríamos mencionar gran parte de la obra del pintor Miguel Galano”. Seguía al texto introductorio una guirnalda de poemas muy triestinos, entre cuyos autores (Bonet, Trapiello, Rupérez) se hallaba el propio Guache, que es pintor y poeta. Y los cuadros reproducidos, en efecto, parecían ilustrar los ejemplos de aquel modelo literario. Tu pintura se había aclarado; tu inclinación a la oscuridad, a lo negro, tu tendencia a la monocromía se había diluido en grises verdosos, acuarelados. Era más clara y, sin embargo, perdía luminosidad. La rara luminosidad de tus cuadros negros. Había minimizado los elementos, suavizado su melancolía hasta obtener el tono de la levedad nostálgica y se había hecho, eso, triestina.
La verdad es que, en la que ya va siendo tu larga carrera de pintor, hay, cómo no, como en la vida, etapas. Pero, lo llamativo es que no hay una línea de evolución, sino momentos, tendencias. Distintas series, diversas motivaciones, vetas en las que -como podría decir un lingüista de su objeto de estudio- la sincronía prevaleciera sobre la diacronía. Guache tenía razón, aunque válida sólo en aquella circunstancia. Era un ejemplo notable del gusto tuyo en poner a dialogar cuadros y poemas. El cátalogo de tu exposición de 2007 en la gijonense Espacio Líquido contenía un diálogo con algunas composiciones del poeta Francisco Gómez-Porro y abundaban también los cuadros claros, los más claros que tú puedas pintar, y miradas hacia Morandi… Pero el espíritu de Trieste había desaparecido. Nada menos triestino que la contundencia de Lucien Freud, a quien homenajeabas en una de las pinturas. Quiere esto decir que no te veo adscrito en exclusiva a la poesía del instante fugaz. (La poesía se dice de muchas maneras para las que, a veces, vale sin embargo la misma definición esencial: hay varias).
Pero lo llamativo es tu interés de pintor por la poesía, algo mucho más raro de lo que pudiera parecernos. Dando por sabida la vieja y frecuente relación entre la poesía y la pintura, y en consecuencia entre pintores y poetas, me parece más raro el interés de los pintores que el de los poetas, y no se trata ya de establecer una comparación, un Paragone, sino de verificar una necesidad. Decía Juan Ramón que “el hombre sin inclinaciones a la música ni a la pintura nunca podrá en verdad sentirse un auténtico poeta”. ¿Es que el pintor necesita la poesía tanto como el poeta la pintura? Descontados aquellos que han practicado o practican ambas artes, incluso los pintores que escriben y los poetas que pintan, dicha necesidad parece más acuciante en los poetas. “El mundo del que yo extraigo los elementos de la realidad no es visual sino imaginario”, declaraba Juan Gris con toda contundencia. La pintura, en efecto, nos da a ver la cosa mentale. El arte del poeta, por el contrario, necesita nutrir la imaginación con la visualidad, con lo que se ve; escribir lo que ve, pero también y sobre todo ver -incluso oír su música- lo que escribe. Basta leer ciertas anotaciones, ciertas cartas o ciertos diarios de escritores para comprobarlo. (El oficio de poeta y el Oficio de vivir de Pavese, por ejemplo, y su esfuerzo para analizar la imagen literaria, a la vez que con los elementos de la retórica, con los de una suerte de psicología o fenomelogía de la percepción). El gran poeta y ensayista mejicano Javier Villaurrutia, comentarista asiduo de pintura, confiesa: “Prefiero denunciar la existencia de otras relaciones más sutiles entre el mundo de la poesía y el mundo de la pintura. Oírlas al favor de la soledad y del silencio profundos, en la caída horizontal del insomnio, en el ascensor de la noche; sorprenderlas con los ojos abiertos y cerrados que usamos durante el sueño; interpretar estas relaciones sutiles que me han dejado en las manos, algunas veces, las llaves para abrir las puertas que comunican las salas -las alas- de la pintura y de la poesía, ha sido uno de los más puros y libres goces de mi espíritu”. La imagen, creo yo, es consustancial a la literatura, no a la pintura. En tus cuadros negros de la serie “Eco de mar”, la imagen no está en el cuadro sino en el título.
Por lo demás, los textos que Juan Manuel Bonet y Enrique Andrés Ruiz han dedicado a tu obra e, incluso, alguno mío me eximen ahora de repetir y repetirme con otras alusiones a tus motivos o series. Tampoco habré de referirme a tus pintores consanguíneos, favoritos también de una afición no demasiado numerosa, pero creciente, y desde luego fiel (en la que cuentan los amigos y pintores no menos consanguíneos Victorero y Pera). Inimitable Juan Manuel Bonet en el arte de tender, a despecho del tiempo y del espacio, relaciones y coincidencias de afinidad y cercanía mediante tensos, elásticos y sorprendentes nexos, nodos y “conexiones”, escribe a propósito de tu Assistens Kirkegard: “Pintando Copenhague en la memoria, a buen se-guro que Galano tuvo presente, por algún lado, a ese pintor tan extraordinario, magistral en su uso de la luz y de los grises, que es HammershØi -una suerte de enlace entre Vermeer y Morandi”. De tus expediciones nórdicas y nordestinas de ida y vuelta digo, también como Bonet, que siempre te encontrabas con lo que habías dejado en casa: tu sentimiento del Norte. Está bien; ya decía el Juan Ramón Jiménez de Eternidades:

¡No corras
vé despacio que adonde tienes que ir es a ti solo!

Como buscaron -sin embargo añado- a Roma en Roma Dubellay y Quevedo, así buscas tú el Norte. Mas, es aquí donde os conviene, a ti y a tu pintura, la advertencia del verso quevediano:

Sólo lo fugitivo permanece y dura.

De los dos escritos de Enrique Andrés Ruiz acerca de la verdad y de la vida de tus pinturas -tan digna y seriamente emparentados con las prosas de Ramón Gaya y de María Zambrano-, retengo ahora aquello que escribió en el catálogo de esta misma galería y en el mismo año de 2003: “No hace falta fijarse mucho para ver que el de Miguel Galano no es un interior pacífico precisamente. El hecho de que con tanta frecuencia sus pinturas revelen una afinidad interior y exterior tan sombría, tan de un oscuro y umbrío y neblinoso norte como el suyo (no sólo el geográfico), da idea de ese encuentro agustiniano y, por tanto intimista, interiorista, del que ha salido, emergido diríamos, por entre la representación de los objetos del mundo, esa otra tormenta de unas entrañas a fe que muy revueltas y llenas de arañazos”. Y es que, también añadiría yo, no en vano y por aquellos mismos años en los que Juan Ramón escribía los versos recién citados, Ortega y Gasset detectaba “el tema de nuestro tiempo” cuando decía que, formado el hombre en la lucha exterior le era más fácil discernir las cosas de afuera. Pero que “al mirar dentro de sí se le nubla la vista y padece vértigo”. He ahí el vértigo de la moderna noche oscura del alma.
En el haiku “La luna” -uno de los primeros en nuestra lengua-, el modernista mejicano José Juan Tablada, en su camino hacía la vanguardia, precisa:

Es mar la noche negra;
la nube es una concha;
la luna es una perla…

Yo sé que te gustan los haiku; he visto que alguna vez has citado oportunamente a Matsuo Basho y sé que el sueño imposible o utópico de tu pintura (tu oxímoron pictórico, podríamos decir) sería un cuadro de una complejidad, pongamos, turneriana o corotiana, pero logrado con la sintética economía de un haiku. El de Tablada tiene para nosotros la ventaja de que introduce el doble asunto de esta exposición más el añadido sublimante de la perla luna.
Y entre tanto, ha llegado la noche.
“El día es bello, la noche es sublime”, proponía Kant en sus Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime, de 1764. Opúsculo que, aunque penetrado de la estética y de la caracteriología del siglo XVIII (y pese a cierta tradición receptora), en modo alguno es un tratado de estética, sino más bien un conjunto de consideraciones de variada índole en torno al objeto que declara el título. Moral, psicología, descripción de los caracteres individuales y nacionales y toda suerte de circunstancias que puedan comparecer como si fueran notas de los conceptos de lo bello y de lo sublime y que, en realidad, no afectan a uno, sino a dos sentimientos muy próximos, pero de distinta intensidad y elevación. “Lo sublime, conmueve; lo bello, encanta”.
Nuestro asunto, en tanto que nocturno, es por el momento lo sublime. Kant precisa un poco más: “Lo sublime presenta a su vez diferentes caracteres. A veces le acompaña cierto terror o también melancolía, en algunos casos meramente un asombro tranquilo, y en otros un sentimiento de belleza extendida sobre una disposición general sublime. A lo primero denomino lo sublime terrorífico, a lo segundo lo noble; a lo último, lo magnífico. Una soledad profunda es sublime, pero de naturaleza terrorífica”. Nosotros vamos a dejar que repose en el pasado dieciochesco el asombro tranquilo y burgués junto a la magnífica extensión de una capa de belleza, no menos burguesa, sobre una base de aristocrática sublimidad. Lo nuestro -lo moderno- es el terror y la melancolía que, aparecidos en este kantiano preludio al romanticis-mo, acaban de llegar para quedarse. Pronto veríamos que el Terror ya se halla instalado en la Fenomenología del Espíritu hegeliana, al lado mismo de la libertad “formal” absoluta. La solución idealista, el Espíritu, reside en “el retorno de todo lo universal a la certeza de sí mismo, que es, por ello, la ausencia total de terror”.
Pero, a pesar de todo, sigue ahí; es, lo hemos visto, el tema de nuestro tiempo. El siglo XX lo registra como causa de la angustia. Es el interior, esa cosa tremenda. “El enemigo”, en el magnífico soneto del José Hierro de Cuanto sé de mi:

Nos mira. Nos está acechando. Dentro
de ti, dentro de mí nos mira. Clama
sin voz, a pleno corazón. Su llama
se ha encarnizado en nuestro oscuro centro.

Vive en nosotros. Quiere herirnos. Entro
dentro de ti. Aúlla, ruge, brama.
Huyo, y su negra sombra se derrama,
noche total que sale a nuestro encuentro.

Y crece sin parar. Nos arrebata
como a escamas de octubre el viento. Mata
más que el olvido. Abrasa con carbones

inextinguibles. Deja devastados
días de sueños. Malaventurados
los que le abrimos nuestros corazones.

Y Dámaso Alonso da aliento metafísico a la angustia. Es el poema “En la sombra”, de Hijos de la ira.:

Sí: tú me buscas.
A veces en la noche yo te siento a mi lado,
que me acechas,
que me quieres palpar,
y el alma se me agita con el terror y el sueño,
como una cabritilla, amarrada a una estaca,
que ha sentido la onda sigilosa del tigre
y el fallido zarpazo que no incendió la carne,
que se extinguió en el aire oscuro.
Sí: tú me buscas.
Tú me oteas, escucho tu jadear caliente,
tu revolver de bestia que se hiere en los troncos,
siento en la sombra
tu inmensa mole blanca, sin ojos, que voltea
igual que un iceberg que sin rumor se invierte en el
agua salobre.
Sí: me buscas.
Torpemente, furiosamente lleno de amor me buscas.
No me digas que no. No, no me digas
que soy náufrago solo
como esos que de súbito han visto las tinieblas
rasgadas por la brasa de luz de un gran navío,
y el corazón les puja de gozo y de esperanza.
Pero el resuello enorme
pasó, rozó lentísimo, y se alejó en la noche,
indiferente y sordo.
Dime, di que me buscas.
Tengo miedo de ser náufrago solitario,
miedo de que me ignores
como al náufrago ignoran los vientos que le baten,
las nebulosas últimas, que, sin ver, le contemplan.

Y yo echo el cierre de este capítulo dedicado a la noche (y mi cuarto a espadas) con las estrofas finales del poema “Nocturno solo”, que tú elegiste para otro florilegio. Está deliberadamente escrito desde el recuerdo de aquel nocturno inolvidable de José Asunción Silva -primero de nuestra lengua-, y es parte del libro nocturno Después del fin del mundo; título cuyo mero enunciado declara mi posición al respecto:

Oscuridad segura, eternidad azul,
Puede morir el sol,
No amanecer mañana, la luz no regresar.
Ahogada en la sombra, apagarse la luna
Y de estrellas ninguna
Adornarse la noche para existir ya sola,

Como existen la muerte y el mar en cada ola
-Tan de cerca alcanzadas por la Aurora florida-,
Y los rasgos, los rastros,
El fugaz movimiento, apenas el destello,
Aquel instante bello,
Retornar al buído abismo planetario,

Al caos de la noche del fondo originario,
Más allá de la luna,
Detrás de aquellas lindes que quiere el pensamiento,
Donde la luz no existe, ni en centro del alma
La claridad encalma
El horrendo silencio, ni el ser vertiginoso.

Y así, entretanto, hemos llegado al mar.
En su “Oda a Venecia ante el mar de los teatros”, del libro Arde el mar, Gimferrer asegura:

Tiene el mar su mecánica como el amor sus símbolos.

Pero es enorme la distancia entre el topos literario “mar” y el mar de tu negra pintura. Tu mar no es el que ve Pessoa desde la barra del estuario en la “Oda marítima” de Álvaro de Campos; ni el recurrente mar meridional del Moguer juanramoniano; ni la mar meridional -blanco y azul- de Alberti, ni la de Aleixandre, abundante en poemas marinos; ni el bravo mar norteño del viaje y la aventura de José del Río Sanz… En vano he consultado el clásico de Blecua El mar en la poesía española. Selección y carta de navegar, editado en 1945 con preciosos dibujos de Eduardo Vicente: mares encrespados o en calma, brillantes o nublados, mitologías, el piélago inclemente, naufragios, victorias, el mar como elemento de comparación, el peligro, la libertad, imagen de la muerte, etc, etc.

Y la orilla del mar, lugar del llanto como en el estribillo de Góngo-ra:

Dejadme llorar
a orillas del mar

Este soneto de Amós Escalante aborda con solvencia la reunión de algunos de los topoi más característicos:

Medir mi pobre espíritu no sabe
la vasta inmensidad del cristal frío,
ni en el menguado pensamiento mío
¡Oh mar! la suma de tus leyes cabe.

Ciencia no alcanzo que mi mente grabe
de pueblos, nautas en tu azul bravío
el nombre, historia, lengua y poderío
su henchida vela y carenada trabe.

Ansia de contemplarte no vencida,
en lid sañuda o reposo inerte,
tráeme a tu ribera entristecida

y halagan mi ilusión sin comprenderte
tus hondas voces, ayes de la vida,
tu augusta paz, silencio de la muerte.

Tampoco la poesía de vanguardia acaba de remontar el repertorio canónico. Poema de Joao Cabral de Melo Neto en Pedra do sono:

El mar soplaba campanas,
las campanas secaban las flores,
las flores eran cabezas de santos.

Mi memoria llena de palabras,
mis pensamientos buscando fantasmas,
mis pesadillas atrasadas de muchas noches.

De madrugada, mis pensamientos puros
volaban como telegramas;
y en las ventanas encendidas toda la noche
el retrato de la muerte
hizo esfuerzos desesperados para huir.

Sin embargo, en el poema “Singladura”, de Luna de enfrente, Borges parece ya ensayar una nueva caracterización del asunto. Y el mar es nocturno:
El mar es una espada innumerable y una plenitud de pobreza.
La llamarada es traducible en ira, el manantial en tiempo, y la
cisterna en clara aceptación.
El mar es solitario como un ciego.
El mar es un antiguo lenguaje que ya no alcanzo a descifrar.
En su hondura, el alba es una humilde tapia encalada.
De su confín surge el claror, igual que una humareda.
Impenetrable como la piedra labrada
persiste el mar ante los muchos días.
Cada tarde es un puerto.
Nuestra mirada flagelada de mar camina por su cielo:
Última playa blanda, celeste arcilla de las tardes.
¡Qué dulce intimidad la del ocaso en el huraño mar!
Claras como una feria brillan las nubes.
La luna nueva se ha enredado a un mástil.
La misma luna que dejamos bajo un arco de piedra y cuya luz
agraciará los sauzales.
En la cubierta, quietamente, yo comparto la tarde con mi hermana,
como un trozo de pan.
Y en fin, para arrimar la poesía a tu imaginación del mar habría que partir de la estrofa de Juan Eduardo Cirlot que está en la antología de El Norte y que no tengo empacho en repetir. El mar ya es negro, aunque no sé si negro luminoso como en tus cuadros de los paisajes costeros con algún inquietante punto de luz o en los turnerianos -¡Turner nocturno!-. Sobre todo en los negros y grises plenos de una absoluta luz interior. Si eres capaz de oscurecer “los claros paisajes” de Corot, ¿cómo es que resultan extrañamente luminosos? ¿Qué luz es esa?
El verdadero mar es negro con plantas grises
y está lleno de sombras oscilantes. Su fondo
perforado es un plomo que ha perdido los
signos. El verdadero mar es negro.

Un fuerte abrazo