Adamo Dimitriadis

Bestiario futurista
Silvia Grijalba

Adamo Dimitriadis nos tiene acostumbrados a mostrarnos elegante felicidad, a su manera. A recuperar ese mundo en tecnicolor, de casas perfectas, mujeres bien peinadas y hombres de barba perfectamente recortada como el yard de su casa de suburbio americano.

Adamo Dimitriadis lo ha vuelto hacer. Si miramos sin detenernos demasiado, vemos casas de ensueño salidas de una tranquila ensoñación de clase media americana y paisajes con ese punto de irrealidad que solo da la naturaleza. Y digo que lo ha vuelto a hacer porque ese universo de cielos azules y coches rojos, de gente con falda de vuelo que Adamo Dimitriadis sabe mezclar con las visiones de Philip K Dick y que ya nos mostró en exposiciones como “Ciudad Terminal” o “Memorias del Futuro” aquí llega al extremo. Es como si los protagonistas de “Please don’t eat the daisys”, después de vivir en la urbanización de “Noches de Cocaina” de Ballard y de veranear en el resort de “Plataforma” de Houllebecq se hicieran vecinos de Openheimer en Los Álamos. 
En “Unpopular Science” se recupera el espíritu de revistas como “Popular Mechanics”. Divulgación pseudocientifica para familias felices convencidas de que El Progreso de la ciencia llevará a un mundo mejor a sus hijos. 

Un Bestiario de ilusión futurista donde casas de cuento tienen chimeneas de CO2, donde las nubes vuelven a ser rosas (una constante de la obra de este artista), hay plantas de energía nuclear con forma de Hello Kitty y los niños juegan con pistolas láser. 

“Unpopular Science” lleva como subtítulo “Ciencia y Moralidad”. Así que este Bestiario futurista estaría más conectado con el Phisiologus de Berna que con la Etimologías de San Isidoro de Sevilla. Como en la Edad Media, el tiempo post pandémico actual no puede ser más apropiado para abordar un asunto: la moral en la ciencia, ese gran tabú actual. En estos tiempos en los que los adalides de la carrera espacial son multimillonarios que abogan por llevar al extremo la biotecnología y convertirse (nos) en ciborgs y donde la Soft Machine de Burroughs resulta un símil mucho más apropiado que aludir a Huxley o a Orwell. En un tiempo de incertidumbres, miedo y de ilusiones delirantes, este Bestiario futurista resulta imprescindible. 

La ironía está más presente que nunca en estas obras. Adamo no pontifica. Muestra, de forma terroríficamente amable, lo que podría ser, lo que quizá no vemos, lo que puede suceder y lo que quizá ha pasado ya y llamamos futuro. Siempre impecable, con absoluta elegancia, con científicos de traje y corbata y con una sonrisa. Que el Apocalipsis nos pille bien planchados.

New Mexico. Noviembre de 2021 DC (Después del Covid)

CIUDAD TERMINAL
Carlos Hernández Pezzi

Los tiempos del paseante, la ciudad del «flâneur» de Baudelaire, han desaparecido para siempre. Deslumbrados por Walter Benjamin, los urbanistas nos empeñamos en revivirla, pero los artistas la sitúan en otros espacios como los de Giorgio de Chirico, en los que la melancolía no se recorre vagando, sino soñando con visiones cosmológicas y secciones fragmentarias de lo que antes eran espacios urbanos donde se podía pasear por avenidas de una modernidad civilizada, tal vez absorta, pero todavía empeñada en retratarse en el otro. En convivir con semejantes y representaciones de un paisaje reinventado para figuraciones idealizadas. El territorio actual simboliza, ante todo, la herrumbre de la escala del yo, ruina en la que somos fagocitados por un miedo atávico a enfrentarnos a «La expulsión de lo distinto» (Byun-Chul Han 2018), de lo que nos atemoriza, de lo que nos hiere en el ego, de lo que interfiere con aquello que proclaman nuestros autorretratos digitales. De las fantasías del desarrollo y de la poesía solitaria de la urbe, anticipada por los retratos de soledad de Edward Hopper, ya no quedan más que restos silenciosos del esplendor de contrastes de sol y de luz contaminada, que no son sino las enseñas del apocalipsis climático. La esperanza en el átomo ha devenido en la crisis del planeta. La ciudad se vuelve terminal porque su plástica se ha hecho férrea, hierática, espasmódica en fotos fijas. Pocos artistas representan tan fielmente esa dilución de lo urbano en la pesadilla precaria, en la fantasmagoría del sueño racional interrumpido para siempre en el siglo XX. Los «fancines» y el cómic, arrastrados por la imaginería barroca de muchas películas de superhéroes, han sobrealimentado un imaginario titánico y megalómano de ciudades modelo «gotham», como si el porvenir se encontrara en el replicante delirio de «Blade Runner 2049», antes que en el desastre urbano real de la ciudad fantasma de Detroit.

Dimitriadis sabe que estamos en una época terminal y representa su espacio urbano en un desasosegante recorrido por las estancias del Dante, sin renunciar a la evocación de los efímeros paraísos que recrea con afilada precisión, color y textura únicas, como si fueran representaciones singulares de la extraordinaria belleza del diseño digital de una era de progreso periclitada. El escenario ha perdido el romanticismo de la desesperanza. En ella, los edificios se asemejan a silos de vacío, en los que se justifica la vida o su interpretación en el neón que alumbra su decadencia. Suelen ser emblemáticos manifiestos de sitios que «reconocemos» como propios, sin darnos cuenta de que ya han sido arrasados previamente por el terrorismo de lo aéreo, el fuego, o la arena, la sequía y los engañosos cielos de la polución multicolor. No he encontrado unas gamas de color tan inquietantes y perturbadoras como estas, que el autor destina a la configuración de un futuro tan deshumanizado como las vistas del asolamiento de lo aislado. La indigna, rencorosa, «soledad de lo ausente» se aparece al tamiz de la luz del sol, del crepúsculo, de las nubes maltratadas por el aire viciado de nuestras ciudades, enfocando restos de un magma incandescente, como si fueran destellos de lava de un volcán mucho tiempo en erupción.

Chimeneas, tuberías y cohetes dan el contrapunto a «resorts» de ocio imaginarios en el subconsciente colectivo, válvulas de escape del vacío latente, de las reconocibles tiendas de hiper -diseño, de la caducidad de los grandes almacenes, de los rascacielos ya sin otro sentido que enfocar la oxidación de las piezas de ese «kit» robótico en el que nos hemos quedado encorsetados. Extremadamente verosímiles y fieramente bellas en lo estético, las obras de Dimitriadis nos ponen ante el espejo: nos subyugan con la fuerza del abismo. Michel Houllebecq en sus «partículas elementales» está más ahí, en los cuadros de «Ampliación del campo de batalla», que en la «Expiación» de Phillip Roth o su denodado lamento de «Patrimonio» en el que alienta una esperanza mezclada de comunión de extraños emigrantes y exiliados interiores.

La ciudad terminal de Adamo Dimitriadis es la certera expresión del esplendor quebrado de lo ficticio como antinomia de lo «real», el espacio que nos deja indiferentes a las ciudades sin alma y a la pintura sin compromiso. Tal vez dos cosas que nos atrapan, porque no podemos solucionarlas, pero sí sentirlas, tal como el arte puede verlas a costa de desnudarse de subterfugios y filigranas habituales en el mercado de la «plastelina» «blandi-blub». Eso a lo que nos ha acostumbrado el sistema comercial del arte de consumo, del que esta exposición de la obra de Dimitriadis hace un manifiesto crítico colateral a sus propios valores.

Lo asombroso de la reflexión del artista es que se lance a explorar la ciudad en sus iconos más significativos, hasta subvertirlos como si se tratara de un área anegada por un terremoto, en ese espectro de una versión del «titanic» que es a la vez, barco, muelle, edificio y autopista errante por un mar desconocido. O que descubra los símbolos duales de los reflejos de la propaganda, hecha trizas en la memoria de los ciudadanos, para ser devuelta a la cruda vigencia de los mensajes que lanza el poder, nucleares, armamentísticos; de los desastres del calentamiento global, la guerra de redes o los desarrollismos disfrazados que nos van erosionando hasta dejar en precario una civilización ruinosa que se acerca a ver el precipicio de su deshumanizado futuro, sin geografía, sin lugar y sin arquitectura de la comunidad. Cuestiones que nos acercan a las «Expulsiones», que Saskia Sassen (2017) ha identificado como causantes de la miseria de una población, sin identidad y sin fronteras, que puja por hacerse un hueco en la soledad de la hegemonía y la dominación, del odio al «otro» y del miedo a «todo» lo que nos rodea.

Dimitriadis hace gala de un atrevimiento excepcional. Con esta obra, muestra cómo se puede recorrer el túnel del tiempo de la globalización,- ida y vuelta -, denunciar la acelerada experiencia colectiva del suicidio ambiental, y hacerlo con los genuinos instrumentos del arte, los inteligentes encuadres de los objetos, la estilización de los conceptos y la reflexión plástica acerca de las materias del mundo en que vivimos, expresando, – desde la elegancia -, el caos; enseñando – desde el color -, lo negro; cómo se puede transmutar el porvenir, – a veces, gris -, de la situación que vivimos, tan enmascarada por el mercado del arte que la maquilla a menudo.

El futuro ya no es lo que era
Sergio C. Fanjul

Antes de que llegara el año 2000 imaginábamos el futuro de forma diferente: coches voladores que circulaban ingrávidos sobre cristalinas ciudades de césped verde, cúpulas geodésicas plenas de armonía y ciudadanos venideros muy saludables vestidos con impolutos atuendos blancos y complementos metálicos. Los futuros distópicos también existían entonces y ahora predominan por encima de futuros tecnológicos perfectos: megaciudades difícilmente habitables, guerras mundiales, superpoblación, contaminación irrespirable, escasez de agua, etcétera. Los futuristas teóricos de la llamada Singularidad Tecnológica (liderados por el ingeniero de Google Ray Kurzweil) predicen que a mediados de siglo la inteligencia artificial superará a la humana y la humanidad entrará en una nueva fase de la evolución aún inimaginable, saltando del carbono al silicio. Hay quien dice que las máquinas nos dominarán, otros que este punto de ruptura ni siquiera tendrá lugar debido a una desaceleración del ahora exponencial desarrollo tecnológico. Quién sabe.

Ese ‘quién sabe’, esa tendencia a tratar de predecir el futuro, también ese gusto por lo apocalíptico, parece connatural al ser humano. Pero hubo una época en la que, si bien el Apocalipsis nuclear estaba más cerca que nunca, se miró al futuro con cierto colorido optimismo. Es el que retrata el artista Adamo Dimitriadis (Madrid, 1967) en su exposición Memorias del futuro, un vistazo pictórico a un probable futuro que nunca se materializó.

Eran los años 50: tras la victoria en la Segunda Guerra Mundial los Estados Unidos entraban en una etapa de bienestar a base de familia feliz, suburbio de chalets con jardín y consumismo exacerbado. Muchos de los desarrollos tecnológicos de la guerra comenzaban a invadir los hogares en forma de electrodomésticos y otras tecnologías (de hecho la guerra tuvo mucho que ver en el comienzo de la electrónica y la informática que ahora llevan las riendas del mundo). La publicidad, audaz, alegre, sexy, multicolor, vendía aquellos avances como venidos del futuro. Fuera de las moquetas y los aspiradores, la Guerra Fría ponía la espada de Damocles sobre el planeta.

Dimitriadis, hijo de un ingeniero griego, se crió en los 70 y 80 entre los Goya y El Bosco del Museo del Prado y la inevitable influencia del capitalismo de seducción y la cultura pop, entre los fusilamientos del 3 de mayo y los ataques del temible Godzilla. Una visita a una muestra de Magritte acabó por determinar su vocación pictórica. Desde 2014 recrea en sus obras aquel espíritu de asombro ante los que eran los nuevos misterios de la ciencia y se deja contaminar por el estilo de las producciones de ciencia ficción de mitad de siglo que, además de fascinación tecnológica, eran un correlato del miedo al enemigo soviético. La amenaza roja se representaba en forma de monstruo terrible o invasión alienígena: el poderoso Otro que se atrincheraba al otro lado de la atmósfera o del Telón de Acero.

En Memorias del futuro observamos 12 óleos que transitan por las coordenadas de un alucinado realismo científico, abandonado ya el surrealismo pop que en tiempos precedentes practicó el artista. Mujeres de aspecto ye yé manejando tecnologías antigravitatorias, niños que alegremente enredan con botones nucleares, científicos ¿locos? realizando inquietantes experimentos con voluntarios sonrientes, todo ello en un estilo retrofuturista que, en ocasiones, roza con la técnica hiperrealista. Estructuras atómicas omnipresentes, televisores vintage, cintas magnéticas, interruptores luminosos por doquier, tal vez recuerdo de la arquitectura industrial y las ilustraciones petroquímicas que Dimitriadis vio por primera vez en los libros de ingeniería de su padre. En el fondo, a pesar de la vivaz elección de colores (a veces onírica), de los llamativos rayos y centellas, de la sonrisa comercial, hay un poso de inquietante amenaza (que recuerda al del dibujante satírico Miguel Brieva), una representación de una humanidad aún ingenua que no sabe que va a abrir la caja de Pandora de las distopías hipertecnificadas. La infancia de Matrix.

Aquella época fue sin lugar a dudas el pistoletazo de salida de este mundo donde el consumo capitalista se alió con los desarrollos científicos hasta traernos todos estos avances y todas estas desgracias. Lo que está claro es que ya no vemos (y ni siquiera nos tratan de hacer ver con demasiado ahínco) un futuro en technicolor donde los chismes tecnológicos nos proporcionarán una Arcadia feliz. Si una cosa se ve en la obra de Adamo Dimitriadis es esto: que el futuro ya no es lo que era.