Alberto Pina

Carmen M. Cáceres
Posadas, julio de 2020

La experiencia en las grandes ciudades es siempre fragmentaria, los parques se viven como determinado rincón bajo un árbol y las avenidas se condensan en un puesto de comida particular. Para el espíritu humano, la metrópoli sólo es posible ahí, en el fragmento que retiene la mirada diagonal: conozco la ciudad cuando poseo una parte de ella, aunque sólo sea el rectángulo que enmarca mi ventana. Esta mirada metonímica también incluye las vistas panorámicas porque el perfil de la ciudad no es su síntesis, sino su reducción. Levantamos puentes y miradores con barandillas para apresar de un vistazo aquello que sabemos irreductible: la convivencia de comunidades que se desconocen y, sin embargo, se edifican entre sí.

De lejos, la ciudad es muda. Su voz —compuesta por los altibajos de las sirenas, el taladro de la obra, la impaciencia del anuncio— habla todas las lenguas del imperio, pero no alcanza nunca la expresión porque la distancia la reduce a un murmullo. Curiosamente, lo mismo sucede en el fragmento. Si prestamos atención, la voz de la ciudad tampoco se escucha en el recorte de la azotea, en la sala de la biblioteca o en la cúspide del rascacielos. No se escucha, pero se intuye. Y es en esa latencia donde la ciudad imaginada —el ciego orgullo de los neoyorquinos— pierde su aura monumental, deja de ser un concepto y pasa a ser el soporte material del ciudadano, se vuelve humana.

El escritor polaco Witold Gombrowicz dijo una vez que un tronco pintado es un tronco que ha pasado a través de un hombre. En estos Fragmentos de Nueva York, la metrópoli sigue siendo igual de bella e icónica que en las postales, pero ahora es también asimilable. Para conseguirlo, Alberto Pina ha renunciado a las personas. Las ha sacado del cuadro para que nuestros oídos puedan percibir lo que se adivina dentro, debajo y detrás del skyline. La amabilidad de estas imágenes me recuerda que la ciudad vertical no sólo fue levantada por mujeres y hombres, sino para mujeres y hombres —algo fácil de olvidar en Nueva York, ombligo neoliberal al que miles de personas llegan con la inocente ilusión de ser libres para elegir qué producir y qué consumir. “Las aceras de Nueva York están llenas de gente que quiere escapar de la pena de cárcel que es la historia personal y busca la promesa de un destino sin definir”, dice Vivian Gornick, escritora que ha convertido a Nueva York en el personaje más constante de su obra. “A veces, cuando me siento sociable, me imagino la vida en Nueva York toda de una pieza… y la crudeza de la ciudad se me antoja atractiva. Pero hay otros momentos, cuando todos mis amigos tienen cosas que hacer, que me quedo mirando por la ventana y pienso: anda que eres tonta, idealizar la vida en la ciudad de esa manera”. Son los amigos lo que hacen que la gran ciudad sea habitable. Instauran el espacio hueco en el que somos capaces de asumir —cordial y críticamente— nuestros propios fragmentos. Frente a los amigos —y con ellos— asimilamos la narrativa de lo que somos, porque son testigos de nuestra multiplicidad.

Alberto Pina es mi amigo. En agosto de 2019 pasó diez días en la que entonces era nuestra casa en Harlem y cada noche, cuando regresaba harto de la humedad y el ruido, se sentaba junto a la lámpara del salón a repasar las fotos y los bocetos que había dibujado en su libretita negra. Recuerdo que me sorprendió su fascinación por los cuadros de Jacob Lawrence, tan expresivos y con paletas fuertes, tan diferentes a sus cuadros. Yo llevaba apenas un mes en Nueva York. Cada vez que Alberto me contaba de algún artista o pieza que le había llamado la atención en un museo, yo intentaba retener el dato no sólo porque para mí todo era nuevo, sino porque quería ser capaz de ver lo que él miraba. En esos momentos, Alberto era un pintor español que sabía asistir al mundo, y yo una escritora argentina que sabía vivirlo. Claro que también éramos otros. Éramos una madre y un padrino. Una traductora y un profesor. Dos tirados dispuestos a caminar doce cuadras para comer algo decente por menos de cincuenta dólares. Antisistemas adictos al Goodwill, por momentos huraños, siempre dispuestos a debatir armados con la fregona o el tenedor. Una de aquellas noches vi por primera vez a Alberto tomar tres copas de whisky solo. Una de aquellas noches Alberto me vio llorar por la guardería del niño.

De esos momentos se compone la amistad en la gran ciudad, escenas en las que la luz blanca no siempre es cálida y las diferencias no siempre se escuchan, pero se intuyen. El pacto de amistad se funda en un sobreentendido que delimita las fronteras de sinceridad y discreción que cada parte es capaz de asumir. Derrida lo ha dicho muy bien: la amistad no guarda silencio, pero está protegida por uno. Esta versión de Nueva York, estos fragmentos de espacio que han pasado a través de un hombre, nos recuerdan algo fundamental de la experiencia en cualquier ciudad: que no necesitamos ver a las personas para poder oírlas.

Paisaje sin metáfora
Sergio del Molino

El paisajista presta más atención a la metáfora que al paisaje. Es natural, dado que el paisaje no existe hasta que se retrata, pero, muy a menudo, la mirada del paisajista tapa el paisaje, porque preexiste. Es un sesgo muy común, ver lo que queremos ver, no lo que está delante de nuestros ojos. En la búsqueda de la belleza, el paisajista que sale al campo tiende a sublimar lo puro, lo arcaico, lo ancestral. Como un turista, deja fuera del marco todo lo que contradice la alegoría de la Arcadia: los postes de la luz, las construcciones modernas, las autopistas. El paisajista pinta su paisaje en un tiempo ficticio que es eterno e inmune a la suciedad del hoy porque quiere que su pintura sea una ventana de escape que halague los prejuicios urbanos sobre el campo.

La mirada de Alberto Pina no funciona así. Pina acepta el campo sin ponerle condiciones. Lo respeta y lo trata como un personaje, encontrando la belleza en la imperfección y en el detalle. Sus paisajes tienen anclas inesperadas: un caserío abandonado, los establos de una granja moderna, un poste de antenas de telefonía… Elementos que rompen cualquier tentación pintoresca y banal y que hacen del campo algo vivo y tenso, que casi cruje. En sus cielos escasos (el horizonte está muy alto en los paisajes de Pina), junto a lunas tímidas y alguna que otra nube, menudean los chemtrails, las estelas de condensación de los aviones que crean líneas blancas.

Todo eso enmarca un espacio ignorado: la vida es eso que está en la anécdota y el margen de los cuadros. Las llamadas de teléfono, los viajes en avión, el ajetreo del granjero. Pero el centro lo ocupa una gran quietud en la que nadie repara, salvo la mirada del pintor, que parece identificarse con esos árboles solitarios de Campo vacío, Cañada o Qué lejos. Árboles pequeños y resignados que no se atreven a romper la horizontalidad, un poco encorvados y siempre nudosos, como intimidados por el cielo.

El horizonte alto y la perspectiva que escoge permiten a Pina superponer muchos planos y llenar de tierra y maleza las composiciones. En Agosto, el amarillo de los campos de cereal segados, que forman el paisaje más extendido del interior de España, se hace casi abstracto en el primer término. Las manchas de pintura se vuelven imprecisas y borrosas en la parte inferior, transmitiendo no sólo una impresión de sofoco y sed muy propias de la estepa mesetaria, sino un principio de estado alterado de conciencia. El paisaje español, a diferencia del verde europeo, tiene propiedades lisérgicas: quienes lo han contemplado demasiado rato y con demasiada fijeza han sufrido alucinaciones y revelaciones que les han llevado a conquistar américas, escribir romances y otras tonterías. Ese principio de abstracción en los cuadros de Pina es una traslación laica del misticismo desatado de otros siglos. Una forma domesticada y civilizada de dejarse arrebatar.

Me conmueve la ausencia de relato. Los paisajes de Pina no son narrativos y no admiten otra versión que no sea pictórica. La ausencia de personajes acentúa su carácter contemplativo, que es una manera de respetar y aceptar el paisaje como es. Y eso también me conmueve, que el pintor transmita una idea radicalmente contemporánea del paisaje y de su belleza. La pobreza, fiereza y solana de Iberia no parecen prestarse a la delicadeza de la pincelada fina, y sin embargo, Pina mima estos espacios que la mayoría de los españoles han despreciado como secarrales, y les devuelve la dignidad que su belleza merece. Más que como un pintor, actúa como un restaurador, reeducando la mirada de los ibéricos acomplejados y de quienes identifican lo bello con el verde, los lagos y los nenúfares.

EL CENTRO DE LA ENSOÑACIÓN
Andrés Barba
Todos los pintores acaban girando alrededor de dos o tres centros de energía irresoluble: lugares familiares y extraños a la vez, en los que se quedan imantados durante toda la vida. Hammershoi jamás dejó de pintar figuras femeninas de espaldas en habitaciones vacías, Degas bailarinas, Turner atardeceres y Picasso no pasó más de seis meses de vida activa sin hacer una variación de “El pintor y la modelo”. Durante todos estos años de amistad con Alberto Pina a menudo me he preguntado el por qué de esos dos centros de energía en su obra pictórica: el sencillo bodegón sobre el borde esquemático de una mesa por un lado y la arquitectura frente al paisaje (o viceversa: el paisaje visto a través de la arquitectura) por otro.
¿Qué es un bodegón con una botella y un par de tazas? ¿Qué significa, para Alberto Pina, un paisaje lejano visto a través del hueco de una arquitectura lisa?¿Qué añade una variación a otra, hacia dónde se avanza? A veces he tenido la sensación de que a Alberto Pina “mirar” esos motivos le produce la misma permanente fascinación que la que me produce a mí mirar rostros humanos. Es como si lo “fundamental” siempre quedara un poco aplazado u oculto, y uno sólo pudiera avanzar especulando. Otras veces he pensado que el primer movimiento de la mano, el movimiento natural e inconsciente, es para Alberto Pina el movimiento con el que pinta esos cuadros. ¿Son los paisajes de Alberto Pina, esos paisajes y esas arquitecturas cada vez más refinadas y precisas, su seguridad de que sólo es pintor, de que es pintor por encima de todas las cosas o es quizá su necesidad de seguir probando que lo es, de confirmárselo a sí mismo y a los otros? No lo sé. Es probable que ni siquiera él mismo lo sepa. Al terminar cada cuadro supongo que también él quedará desligado de alguna forma, en otro lugar. Pero aunque él quede desligado es el cuadro el que queda, la hermosa seguridad de que esa acción insistente se ha producido.
Cada repetición lleva a un nuevo lugar. En esta exposición la Huída resulta particularmente claro. Es como si Alberto Pina se hubiese aproximado a los motivos de siempre desde un lugar completamente inédito: el de quien fija la mirada sobre algo y, tras un periodo de prolongada atención, comienza a perder la nitidez. Ese difuso y mágico momento en que lo real deja de ser claro y sin embargo parece que se penetra por fin en la verdadera naturaleza del paisaje, donde se está atento y a la vez desvinculado, pendiente y absorto por igual, ensoñado pero atado a un centro. Pina se revela aquí como un pintor de la distancia, de la ensoñación. Y también de la estructura. La pieza central de la muestra Sonata es, en sí misma una arquitectura real, toda una construcción física, un momento en el tiempo y un momento en la mente. Las cuatro piezas pueden contemplarse por separado, pero juntas provocan una experiencia parecida a la de una contemplación onírica y definitiva, y lo mismo sucede con esas arquitecturas internas de patios interiores de los edificios, o las brumosas ventanas de los pisos más altos de un Madrid sumido en el crepúsculo. También las torres de alta tensión que constituyeron el centro de sus últimos trabajos siguen presentes aquí, pero de nuevo bajo una perspectiva distinta, esa luz ensoñada.
Sólo quien se somete al ejercicio de visitar una y otra vez los lugares que cree conocer puede alcanzar la sabiduría, una sabiduría que merezca la pena reseñar y que pueda reclamar sin arrogancia la atención de los hombres. Alberto Pina es una de esas raras avis capaces de sostenerle la mirada a las cosas con la suficiente paciencia como para que se manifieste en ellas, como en una supuración, no lo que uno ha decidido que son, ni lo que le conviene a uno que sean, sino lo que realmente son.

Alberto Pina
Javier HONTORIA

El Cultural 28/10/2004

Otra vez Alberto Pina, con sus ciudades silenciosas, el estudio apasionado de las flores y las plantas, los interiores y sus sombras, los retratos. En su tercera individual en la galería Utopía, que cumple ahora su décima temporada en el circuito madrileño, el pintor se reafirma en una pintura realista de evidentes connotaciones líricas, una pintura que durante estos últimos años ha certificado un compromiso con la ciudad, con su ciudad, cuyas calles y esquinas aparecen siempre desiertas pero también con otros géneros como el bodegón y el retrato, de los que aquí tenemos varios buenos ejemplos. Aunque el pintor insista en darnos información sobre estos lugares, su mirada es distante, un punto abstracta, como independiente del curso del tiempo. Si tradicionalmente se han percibido sus obras con complacencia, ahora Pina nos sitúa en un clima más áspero y gélido, que nos incomoda y nos perturba. Me refiero a la serie de cuatro o cinco pinturas de interiores, que son el lugar donde habitualmente enseña dibujo. Son, como no podía ser de otro modo, lugares desérticos bañados en una luz fría como fría es, también, la trama de líneas y planos que componen la imagen. Porque Pina insiste en diagonales y ángulos rígidos que salen al encuentro de las luces y las sombras. La rotundidad de la arquitectura enfrentada a la liviandad del efecto lumínico. Esta vez sí nos conmueven las ausencias porque la frialdad y el aspecto tan aséptico de estos espacios, que bien podrían ser hospitales o facultades, produce en el espectador un cierto sentimiento de rechazo. Esa misma frialdad también la encontramos en los bodegones, que revelan, recortados frente al vacío, densidades parecidas.

El juego de la imaginación y la realidad en la pintura de Alberto Pina
Antonio Bonet Correa

Texto catálogo Utopia Parkway 2004

En el panorama de la pintura española la obra de Alberto Pina puede inscribirse en la tendencia de la nueva objetividad y de las corrientes neometafísicas. Artista que posee una sólida formación académica, lo cual no implica ningún freno ni menoscabo a su libre imaginación creadora, Pina es un claro ejemplo de la vigencia que aún tienen la pintura al óleo y el grabado al aguafuerte para expresar las inquietudes y la sensibilidad de un artista contemporáneo. Su dominio técnico del lenguaje pictórico incrementa su dosis de originalidad. Con su deliberada opción – al igual que muchos otros artistas de su generación – por una pintura figurativa de un peculiar realismo, Pina mantiene viva una práctica artística cuyos inicios

UN FUEGO DISTINTO
Belén Gopegui

Con más pudor que quien escribe, él pinta un cuadro para contar una historia. En cada cuadro una historia distinta y a la vez, en una exposición, un mundo de historias comunicadas entre sí como las piscinas del nadador de Cheever.

Mira el terreno, tanto lo que ya estaba, tierra, cielo, como lo construido, elige y lo que luego entrega dicen que es, en parte, su mirada dentro de la imagen y el tiempo en que la representó. Como si pudieras mirar con sus ojos y encontrar en el cuadro lo que le estremece y en lo que elige reparar, y hasta una gota de astigmatismo si lo hubiera, y lo que siente. Como si a alguien llegado de otra galaxia preguntara: qué veis no cuando veis sino cuando miráis. Arde, también, en la pintura la tarea, el tiempo que se acoge en la mirada humana cuando se hace lienzo y permanece, cuando el tronco oscuro de un árbol contiene los días que, tramo a tramo, le fueron dando densidad, existencia, memoria propia. Dicen y es cierto, pero además la pintura de Alberto Pina quema la tristeza y hace con ella un fuego distinto.

Los narradores a menudo soñamos con escribir así, relatos sin sucesos, donde no hay «abrió la puerta» ni «subió las escaleras» o «echó a correr» y sí hay en cambio recibir del día una presencia y no haberle dado nombre aún. Te aquieta, se parece al temblor de lo que fuimos y al arder se convierte en impulso, dulce atisbo, valentía. Quieres que se quede, saber por qué ha venido, qué había en el aire o en la figura que mirabas, cuál fue la señal que en medio del bullicio trajo la voz de los ausentes. Si lo llamamos emoción algo nos falta, porque no es fugaz ni responde sólo a un estado de ánimo. Al contrario, fue precisamente una disposición distinta en la materia, esa presencia que aún no reconocemos, la que prendió en tu ánimo.

Cada cuadro de Preludio promete una historia. Y te quedas mirando el reflejo de la noche que guardan las piscinas, la torre de alta tensión sola frente al cielo, en el último partido del día, esas figuras que juegan sobre la tierra ligeras como copos de nieve, te quedas mirando a los centinelas de la ciudad y los límites, flancos desatendidos a no ser por la persistencia, el talento y el cuidado en la pintura de Alberto Pina. Las presencias desencarnadas que allí viven te encuentran para decirte su canción. Por eso lo llamamos historia, porque tiene principio y desenlace, y un nudo hecho con toda esa realidad en la que casi nadie se demora y que sigue existiendo ahora, firme en la soledad, en silencio y de pie.

ARDE LA OSCURIDAD
Felipe de Guevara

Domingo 22 de enero 2012. Crítica La Vanguardia

Alberto Pina siempre ha pintado con severidad, con sosiego, diáfano, ahora lo hace con girones de noche y ambuezas de luz; arde la oscuridad ante un resplandor que ilumina y crea unos exteriores misteriosos, enigmáticos y soledosos. Un despojamiento emocionante, un orden de silencio de majestad, ese que se hace en la naturaleza cuando se dispone a callar en el lubricán, que equilibra el bistre y la tenuidad.

Óleo sobre lienzo para crear ambientes de paisajes urbanos en el alfoz; nocturnos serranos o de ciudad, para un preludio musical, en el que oye a Schubert o a Schumann, sería complejo distinguir. Exposición selecta, aparentemente sencilla, pero una de sus mejores propuestas plásticas. La obscuridad brilla en su intensidad sin importunar la luz que se desboca, en un lujo compositivo. Alberto Pina (Atenas 1971) deja constancia, hasta el 24 de febrero, de su dimensión sin estridencias ni liorna. Para ver como se revitaliza la pintura en tiempos indigentes. Precios: de 1.200 a 6.600 euros.

Alberto Pina. Pintor humanista
Abel H. POZUELO

Alberto Pina (1971) prosigue su personal maratón pictórica. Cada nueva muestra es un avance en un camino que conserva el reflejo de todo lo ya pintado. Además, todo nuevo grupo de cuadros parece ampliar el jeroglífico en que se convierte analizar el conjunto de su pintura.

Suelen ser los nuevos motivos a los que recurre los que dan más pistas sobre el cambio de paso, de profundidad, de miras. Hace dos años, en su anterior individual en Utopia Parkway (que ahora cambia de sitio ganando lustre y amplitud), el artista introducía en su repertorio el motivo de los interiores en claroscuro, manteniendo algún retrato, bodegones y vistas de la ciudad desolada. Aquí, los interiores desaparecen para dar paso a arquitecturas geométricas de sólidos muros y arcos entre sol y sombra que dan a campos y exteriores no urbanos. Junto a ellos encontramos esas visiones más habituales y algo fantasmales de la ciudad desierta, de las afueras indefinidas y los territorios donde la destrucción ha hecho acto de presencia. Y montes y campos, también algo desamparados, abrasados o invernales pese a la primavera.

Pina aparece más que nunca como pintor humanista y silencioso preocupado por espacios, conjuntos y formas y no por realidades ni naturalezas. Tampoco por conceptos. Su pintura no es realista porque, aunque parte de lo que hay, no trata de lo cotidiano. Y, aunque pueda parecerlo, tampoco obedece al llamado de metafísica aunque sí posea cuotas de misterio. Se trata más bien de una pintura acrítica y emocional que no trata tanto de representar lugares existentes como su orden, su razón de ser y su vínculo con nosotros. El detenimiento temporal no convierte a los lugares en escenografías, y la soledad de objetos, edificios, calles, montes o sombras los acerca al observador. No hay presencia humana pero identificamos los espacios. Si estamos fuera de campo es porque se trata de lugares de la pintura. Reclaman una mirada reposada y afectuosa que trascienda el motivo y la anécdota del origen visual a fin de llegar a sus cualidades y su vibración.

EL CUADRO TRANSPARENTE
Andrés Barba

De los maestros los artistas guardan siempre una memoria oscura y llena de voces ambiguas, un catálogo de revelaciones y entusiasmos. Se comienza a ser artista siempre en la revelación de la voz del maestro que señala (aquella voz bíblica, tan hermosa: “A ti te elijo, a ti, entre todos”), y que se recuerda como definitiva. Lo que hasta entonces había sido un simple don, una alegre facilidad, se convierte en misión, el cachorro de artista comprende la dimensión de su proyecto, y no es extraño que muera aplastado bajo el peso de esa rotundidad. Quienes conocen el mundo del arte saben de ese momento delicadísimo y a la vez ordinario, propio de uno de esos relatos sutiles de Henry James, en que la vida del artista como proyecto pende literalmente de un hilo, abierta a cualquier estímulo. Una sola crítica y el edificio se desmorona, una palabra acertada, y el talento arranca con toda la fuerza de una maquinaria nueva y joven, vigorosa, en apenas un mes se produce un salto cualitativo gigante, se es ya artista.

Resulta emocionante oír relatar a Alberto Pina ese momento de prueba, de desazón que vivió en el último año de su formación universitaria en el que, como buen artista adolescente, la confusión campaba abiertamente en su ánimo, y se sentía tentado de “colgar” los pinceles. Sentía el requerimiento, pero la confusión de los estímulos era enorme, la puerta de entrada parecía demasiado pesada, cada tentativa terminaba en callejón cerrado, en camino trillado, en palabra vana. En medio de esa ansiedad, que sólo quien haya vivido el afán de expresarse artísticamente es capaz de mesurar, Francisco Cortijo, su maestro, tal vez no del todo conscientemente, dio con la palabra exacta, con la frase medida, una de esas frases que hacen creer verdaderamente en los dioses tutelares, llámense como se llamen, de la vida: “Alberto, tú eres un pintor sentimental, un pintor de sentimientos”. La frase, fuera de contexto, no puede ser más ordinaria. La emoción vivida y experimentada de esa frase, sin embargo, es la que ha creado, junto a interminables horas de trabajo, al artista que tienen ustedes delante, y que hoy presenta esta maravillosa exposición.

Leo antiguos catálogos de exposiciones de Alberto Pina y artículos aparecidos sobre su obra en numerosos medios y resuenan siempre clasificaciones inmediatas; Nueva Objetividad, corrientes neometafísicas, referencias claras como Morandi, Hopper, Bissier… Opiniones que, acertadas o no, poseen siempre esa cualidad irritante de la adscripción inmediata, unidas a esa tranquilidad torpe que produce tener al pintor del que se habla obedientemente sentado entre las cuatro paredes de un territorio infranqueable. No se habla, en ningún caso, de la emoción que es, en este caso particular, definitiva. El hecho de que Alberto Pina sea un “pintor sentimental, de sentimientos” es algo que de entrada va mucho más allá de la adscripción misma y que por supuesto nada tiene que ver con la ñoñería con la que el romanticismo macarrónico ha teñido fatalmente el término “sentimentalidad”. Un sentimiento es siempre una extensión, un vínculo. Nos pone en “compromiso” con el objeto de nuestro sentimiento, nos une a él, su presencia nos delata. De entrada uno no puede evitar pensar que Alberto Pina acepta y vive muy conscientemente el compromiso en el que su sentimiento le pone con respecto al mundo. Un compromiso, podríamos decir doble, aunque los dos movimientos que lo compongan nazcan a la vez del mismo estímulo; el compromiso de comprender y especificar (representar) el mundo y el compromiso de restaurarlo. Una obligación estética, la otra ética, pero integradas en una sola respiración emocionante.

Para entender a Alberto Pina es necesario pensar que la solicitud de su sentimiento se ha especificado en él en una premisa maravillosa y dura a la vez, un imperativo; el de no dejar, bajo ninguna circunstancia, de amar el mundo. La batalla es cósmica, como la que se establece entre el bien y el mal, la fe y la razón. Bajo el aparente sosiego de la pintura de Alberto Pina sobrevive la desazón que produce el enfrentamiento entre un mundo que no se deja amar, y una voluntad que se niega a dejar de amarlo. El sosiego no es nunca tal, el “franciscanismo” es engañoso. Bajo la piel relajada de estos cuadros se percibe una voluntad tensa como un cable de acero. Donde la mirada ética trata de restaurar, el paisaje queda siempre lejano, la arquitectura nos impide verlo, el patio de Berlin, como la hermosa habitación de Kafka, está vacío, al igual que el campo de batalla, o los fantásticos paisajes de Patones. El bosque queda siempre detrás, inaccesible, pero no idealizado.

Simone Weil aseguraba que, si bien toda obra de arte tiene un autor, cuando es perfecta tiene, a la vez, algo de anónima. Para mí muchos cuadros de Alberto Pina están preñados de esa emoción, en cierta medida anónima, de los clásicos. Si bien veo –entusiasmado y orgulloso, como es lógico- a mi amigo Alberto en ciertos detalles, en ciertos guiños, me dejo llevar sobre todo por una emoción que en cierta medida me parece superior al mismo Alberto como persona y, me atrevería a decir, al mismo cuadro como objeto. Donde la belleza es encarnada con precisión puede llegar incluso a hacer desaparecer el objeto que la sustenta. A veces tengo la sensación ante ciertos cuadros de Alberto de que el cuadro mismo se hace transparente, y que no veo ya un cuadro, sino que asisto a un acontecimiento. Los últimos autores griegos, esencialmente Plotino, denominaban a este misterio Filocalía. Amor a lo bello, y por ende a lo que es más bello que lo bello. Amor a lo bueno, y por ende, a lo que es más bueno que lo bueno. Allí donde un rostro atractivo hace amar la especificidad de los rasgos que le hacen atractivo, asisto tan solo a un hecho estético. Veo ese rostro frente a mí, pero no puedo amar más que su concreción mesurable. El rostro me impide ver el mundo, estoy encenagado en la atracción de su atractivo. Un rostro bello, sin embargo, es transparente, como los cuadros de Alberto Pina. Su belleza es procuración de otra, me impulsa hacia delante y me deja solo frente al misterio, no de la belleza de ese rostro, sino de la belleza misma. El príncipe Mischkin, ese prodigio de personaje de Dostoievsky, protagonista de El idiota, hace un juego de salón con unas muchachas, hijas de un general. Ellas, con esa coquetería tan rusa, le piden que trate de averiguar cómo es su carácter tan solo por sus rasgos faciales. El príncipe, bien que mal, va describiendo a las muchachas y aventurando sus opiniones, hasta que llega a la más hermosa. Es entonces cuando susurra: “De usted no sé nada, su belleza me impide verla…”.

Con todo, hay un rasgo muy importante en la pintura de Alberto Pina que da una última vuelta de tuerca a este proyecto ambicioso en el que lo ético y lo estético se confunden, un rasgo que se percibe intuitivamente de inmediato, pero que puede llegar a ser difícil precisar porque su sensación es ciertamente ambigua. Después de mucho tiempo contemplando sus cuadros creo tener la seguridad de que esa sensación no es otra que la extrema sensibilidad de Alberto Pina con respecto al misterio del dolor. Del dolor físico, del dolor espiritual, y de todas sus variantes temáticas; de la indiferencia de los otros ante el dolor ajeno, ante la soledad ajena, de la desprovisión y la desdicha. Los cuadros de Alberto Pina están cuajados de piedad por el dolor. Y cuando hablo de piedad estoy muy lejos de utilizar la palabra como en esos contextos falsamente cristianos en los que su significado se mezcla con el de la conmiseración, o la compasión. Hablo de piedad como hablaban los romanos; Pietas. Comunidad del dolor en la que todos estamos sumergidos, concretada por una voz que de pronto sale del grupo, y nos une, del gesto que elude la justicia y da un paso adelante para perdonar, de la sobreabundancia, del impulso que lleva al niño judío Albert Cohen después de la humillación injustificada a exclamar: “Oh, vosotros, hermanos humanos, vosotros que os movéis por tan poco tiempo, pronto inmóviles y para siempre envarados y mudos en vuestros rígidos decesos, tened piedad de vuestros hermanos en la muerte”. Alberto Pina tiene en sus cuadros una piedad delicada, que no frágil, que sabe que todo lo que es menor que el universo está sometido al misterio del sufrimiento, que la vida humana es ciertamente imposible, pero sostenida a la vez por una voluntad firme en no dejar de amar. Para que una obra de arte pueda ser admirada siempre, para que un amor o una amistad puedan durar toda la vida, para que determinada concepción de la condición humana pueda seguir siendo la misma a pesar de las vicisitudes de la tragedia, es necesario que estén transidos de esta utopía que atraviesa la obra de Alberto Pina de parte a parte; no dejar de amar, no dejar de amar a nuestros hermanos en la muerte.