Javier Victorero

CARTA DE PARÍS
JUAN MANUEL BONET

Un frágil pero intenso hilo que me une a España, esta pintura contenida, silenciosa, meditativa, y sin embargo llena de emoción y de vida, que llevo siguiendo hace años (desde cuando su autor ocupaba un mínimo apartamento-estudio en el Madrid de Ópera). Pintura que le debo al siempre recordado Dámaso Santos Amestoy, y cuyos desarrollos últimos me emocionan, ahora que me llega, a Passy, un CD-rom conteniendo un conjunto de reproducciones en jpg de cuadros, bastante de los cuales son nuevos para mí. Esta vez no he podido ir a Gijón a verlos en directo, atado que estoy a esta cárcel dorada que es París. Mas el envío de estas imágenes electrónicas, aunque no sustituye la morosa contemplación en directo, me transmite el sentimiento de esta pintura, me lleva hacia la playa gijonesa, hacia el mar abierto, hacia el olor a salitre, hacia el barrio de La Arena donde está el estudio-celda, de época incierta, de Victorero, que tantas veces en el pasado interrogó el Cantábrico (un deporte asturiano), y que en su producción reciente tiene un ciclo de título nuevamente acuático, Agua y ceniza. Ejercicio de viaje mental el mío: hacia España, hacia ese estudio y su entorno, hacia el tierno y emocionante ciclo canino de la Casa para Nano, hacia Logroño que es hoy el otro polo de la vida de Victorero, hacia Suso y su cantiga riojana, evocado en dos cuadros bellísimos, hacia Alberite y Japonés en Alberite, hacia las graves Vanitas –la perfección sin adjetivos de Vanitas XV (2011)-, hacia los sutiles Bodegones españoles –ciclo más dilatado ya que ninguno de los de su autor-, hacia otros cuadros (por ejemplo: A tu encuentro, I, II, y III, de 2012) que son cartas de amor sobre papel pautado. Pintura que tiene como siempre meridianamente clara su condición de pintura. Pintura esencial. Pintura concentrada como lo han sido la de Paul Klee, la del silencioso Luis Fernández –faro absoluto para su paisano- o la de Pablo Palazuelo. Pintura ascética, enraizada en un sentimiento de lo sublime, aunque hace ya mucho que no hay en ella ya ecos explícitamente rothkianos, ni en general Escuela de Nueva York (Joan Mitchell, pongamos por caso), que los hubo en tiempos en que el pintor se planteaba las cosas en clave más “impresionista abstracta”. Pintura meditativa. Pintura que de repente dice un Cielo de caolín, qué delicadeza extrema, evocación de la porcelana, y título que a bote pronto me hace pensar en Vermeer, y de ahí salto a Vermeer tal como lo construye el brasileño Murilo Mendes en un pequeño gran poema. Patio y cauce: casi un título veintisietista o ultraísta, tipo Surco y estela, de Juan Gutiérrez Gili. Celeste: un cuadro que se deshace en el aire. Cielo de juguete, I y II, o la infancia siempre recomenzada. Briznas: una palabra que siempre me ha gustado, como me ha gustado siempre militar por un arte de briznas, de pavesas… Retorno a Tipasa, con Albert Camus. Pintura la de Javier Victorero radiante como pocas, que se expande sobre la pared, y que se expande además en nuestra memoria. Pintura delgada y cristalina, diamantina, y soy consciente de que me repito, pero ese, diamantino, es el adjetivo que vuelve a surgir sin esfuerzo. Rojos encendidos esplendentes que dan cuerpo a algunas de las Casas para Nano o a ese otro ciclo precioso del Corazón de repuesto, rosas, azules nocturnos, amarillos que cantan, como canta aquel gallo poundiano y cidiano en Medinaceli, o como “detrás del amarillo canta el pájaro” del verso del compartido Caneja, compartido porque lo admiramos profundamente pintor y glosador y otros de sus glosadores y algún otro amigo común como el querido Juan Manuel Fernández Pera, mientras en cambio lo desprecian aquellos que desprecian cuanto ignoran. Pintura en ojivales góticas, ya sin niebla. Pintura en diagonal. Pintura de Maitines. Pintura luminosa, “refugio para la luz” según feliz definición, en reciente página de El Comercio, del amigo Ángel-Antonio Rodríguez, y más luz todavía, en unas recientes Estructuras luminosas. Pintura que en general invita a reflexionar sobre el tema “de lo espiritual en el arte”, así como también sobre esa parte nada desdeñable de la modernidad que se mira en el espejo del Medioevo, “la grande clarté du Moyen Âge” que decía Gustave Cohen en el Nueva York del exilio, algo patente en Victor Hugo, en Gaspard de la nuit, en Apollinaire, en Ernst Barlach y su ángel que vuela, en Max Elskamp y en el Remy de Gourmont de L’Ymagier, en las catedrales Dadá de Paul Joostens y en la catedral bauhausiana de Lyonel Feininger, en el Retablo de Falla, incluso en André Breton o Brassaï, fascinados, aquí en París, por la Tour Saint-Jacques, como también aquí Julio Cortázar por François Villon, y por Cluny y su Dame à la Licorne… Pero tras la digresión, vuelvo a Victorero: más pintor y más ascéticamente español que nunca, y como siempre comprobar, en el momento mismo de escribir, la dificultad de traducir a palabras arte tan sutil. Pura pintura, y a la vez la poesía rondando, por las estanterías, por la memoria del morador de la casa junto al Cantábrico, incluso por un título suyo como Lectura de la tarde. Y la música, naturalmente, un cierto musicalismo, que modernamente, sobre todo de Kandinsky en adelante, la música a menudo ha caminado paralela a la pintura. Una verdadera pena, por último, no ver los cuadros, ni en el estudio, ni pronto desplegándose en el amplio espacio de la Sala Amós Salvador, donde tan bien se ve la buena pintura (y donde la mala, se hunde).

UN ORIGAMI PARA VICTORERO
Enrique Andrés Ruiz

Una tarde de invierno del año 2005 el pintor asturiano —de Oviedo— Javier Victorero inauguraba su primera exposición madrileña en una galería del barrio de las Cortes que ya no existe y que se llamaba Depósito 14.

Recuerdo que era una galería pequeña, como una especie de habitación o tienda compuesta de lo que las agencias inmobiliarias llamarían un único “ambiente”, que daba a la calle a través de las cristaleras de un ventanal tan amplio como el muro, de tal manera que sobre ese lado transparente venía a formarse lo que sería, por decirlo así, el escaparate. Así que recuerdo, visto desde afuera, el fulgor de la luz en ese espacio cerrado con la estanqueidad de un acuario y también la noche del otro lado del cristal, oscura, húmeda, desde la que podían verse las figuras de los amigos y sus saludos, sus risas, sus charlas, reducidas ahora a la articulación de unos gestos mudos, como encerrados (aunque extrañamente móviles) en el prisma luminoso de una geoda.

No debía de ser, realmente, la primera exposición de Victorero en Madrid; alguna otra vez ya había probado suerte, siendo muy joven, años atrás; pero por lo que cuenta a la verdadera presentación capitalina del pintor ya hecho y derecho que Victorero por entonces había alcanzado a ser, creo que podemos seguir diciéndolo así sin marrar demasiado. Lo que importaba aquella tarde —lo sigo recordando bien— era de hecho el encuentro de los amigos en torno a las pinturas de un pintor nuevo, ya formado, ya decidido (según me lo había anunciado a mí, como otras muchas veces, con la casi infalibilidad de su buen ojo, nuestro querido y común Dámaso Santos Amestoy). Un pintor, pues, ya encaminado por un muy particular sendero de la pintura que, sin embargo y aun siendo el suyo camino solitario, se veía enseguida que se trataba de una vereda muy poblada de voces y de ecos.

Las voces y los ecos que se concitan desde aquel entonces sobre la pintura de Javier Victorero vinieron a hacer como un poco de borrón sobre una cierta manera anterior de pintar en la que se notaban bien algunas tributaciones para con la tradición abstracta expresionista, sobre todo aquella post minimalista en la que las famosas gestualidades románticas, más o menos exacerbadas, de la pintura heroica norteamericana ya habían desaparecido, a cambio de grandes superficies calmosas y solemnes como, qué sé yo, las de Ad Reinhardt o aquellas en las que el río de la propia pintura anegaba con patetismo unos espacios siempre anchurosos, siempre de gravedad dramática, en los que la huella de la mano había desaparecido. Y en ese timbre, creo yo, había pintado hasta entonces Victorero sus pinturas, al menos las que recuerdo haber visto de tiempos anteriores al momento de aquella exposición madrileña. Pero, ya digo, no es que en aquel momento todo cambiase en su pintura de repente y de un modo, digamos, marcionita, con un antes y un después sin comunicación posible. Lo que se abrió paso entonces fue justamente la decisión de la que hablábamos, la concreción, la opción, la personal limitación de un pintor que buscaba su tecla singular, tocar en su palo, y que parecía al fin haber encontrado el camino.

Sin embargo, es al emprender esta orientación ya muy definida cuando paradójicamente aparecieron los ecos y las voces que desde entonces acompañan a Victorero en su rumbo y que no suelen faltar en los comentarios de los amigos que se han ocupado de sus pinturas. Digo “paradójicamente” porque un entendimiento espontáneo y algo ingenuo suele dar por hecho que el camino propio de un artista —lo que antes se llamaba su “estilo”— es lo mismo que lo que en la obra de ese artista se hace notar como intransferible, irreductible, personal, como si eso “propio”, en fin, fuese verdaderamente una especie de propiedad privada inatacable, trasunto, además, de algún atanor del alma, que a la fuerza habrá de ser idéntica a sí misma e incomparable con cualquier otra ajena.

Por el contrario, las almas se parecen; la identidad individual es ciertamente una construcción narrativa; la continuidad de esa identidad en el tiempo es cosa muy difícil de mantener…, por no entrar en más honduras. Que así sea, nos invita, por lo demás, a dedicar algunos ocios al malabarismo de las asociaciones y las genealogías, que en materia de arte dan para tanto juego de interés y tanto gusto, y en las que a fin de cuentas consiste la mismísima Historia del arte (como cualquier otra historia) y su a veces febril ansiedad por hilvanar argumentos que tengan razonable sentido causal, en los que puedan quedar ahilados los nombres de los artistas y sus maneras de hacer las cosas en el relato del tiempo.

El primero que indicó los ecos cuyas voces hacía suyas la nueva pintura de Victorero fue, con su acierto de siempre, Juan Manuel Bonet, persuadiéndonos a trazar esos juegos y tramas en los que estas pinturas se insertaban en la familiaridad con otras. En concreto y que yo recuerde ahora, con las de un cierto Luis Fernández (por mi parte evoco algunos vasos, algunas rosas, algunos cráneos mondos tallados a base de planos con el particular recogimiento de este pintor), o las de un frío Palazuelo de amplias planchas de color recorridas por largos bordeados cuyos chaflanes habían sido suave y matemáticamente matizados en terminaciones curvas. (Decir ahora, de todas formas, que el eco de Luis Fernández aún se deja oír desde las primeras y más o menos tenebristas Vanitas, de 2008, o desde algunos llanos Horizontes, de 2009, o desde una reciente y concentradamente hermosa Casa para Nano, de 2011, sigue siendo tan correcto, en mi opinión, como sacar a colación a Pablo Palazuelo a cuento de un cierto Florecer nocturno de 2010 o un Agua y ceniza, de 2012. Pero, para mí, sería ya igualmente posible evocar a otros artistas, quizá menos placeados, quizá más escondidos, menos evidentes en la cita: por ejemplo un Jacinto Salvadó de laberintos poligonales o –por el lado lírico y por el de su evanescente, difusa gradación de tonalidades— puede que nos viniese a la memoria un Fernando Lerín que hubiera sufrido un versionado cristalográfico, o como si por un momento —se me ocurre también— pudiésemos ver bajo especie geométrica la pintura de otra pintora de la estirpe de Lerín aunque de la generación de Victorero, como Nuria Vidal, que en ese mismo momento hubiera entrado en conversación, no sé, con Dan Flavin… Y así de entretenido y ameno resulta, en todo caso, el juego que decíamos de las asociaciones libres o de familias, sobre todo cuando el de las narraciones causales y progresivas, el formalista, el de la sucesión unidireccional de los estilos, fue hace tanto tiempo derogado.)

Javier Victorero halló, pues, la veta de su metal característico cuando desprendiéndose por completo de los restos de labilidad expresionista (aunque sin ceder al olvido de la gravedad y la solemnidad de los abstractos) y de alguna querencia hacia Paul Klee (de quien tampoco me parece que haya olvidado nunca los faroles cuadriláteros luminosos rodeados de azules y noctámbulos ajedrezados), hizo descansar una morosa aplicación de la pintura y sus velados, pulida y artesanalmente decantada en sedosas tonalidades, sobre espacios comúnmente facetados a manera de los que con sombras y luces gradientes describen, sobre una superficie plana, los cuerpos en desarrollo de los prismas. De ahí que uno de los primeros elementos con los que iba a ser en el futuro (y hasta hoy) levantada su manera de hacer, fuera la geometría, la distribución de esa transición graduada de la gama de color sobre una especie de diagramas muchas veces descriptivos, en su representación plana, de algún cuerpo geométrico en desarrollo sobre el que el ángulo de posición hubiera puesto en resalte las caras o lados en diferente saturación luminosa.

Y fueron así aparecieron pinturas, y han seguido apareciendo durante todos estos años, de una fineza y pulimento tan especiales que parecen contribuir a la fundación de un silencio; un silencio hecho de fulgencias agudas como filos, duras como cristales, que irradian ardientes desde una profundidad se diría que nocturna o desde el horizonte de un amanecer, mas siempre desde alguna lejanía, abisal, densa, aunque de vez en cuando —por ejemplo ocurre en las series tituladas Jardín celeste o Huerto y jardín o Jardín para Boticelli— el momento de la pintura parezca haber retenido y condensado entre sus facetas la más alta, la álgida de esas reverberaciones de luminiscencia cegadora.

Pero es también así como una pintura cuya planitud abstracta de vocación parecía abocarla al formalismo purista de las dos dimensiones, se vuelve contra ese origen y acaba impugnando y desmintiendo todo lo que de apofático, puramente vacío, mudo y negador se espera tantas veces de lo que es tildado de abstracto. Y esto de los desmentidos y las impugnaciones tiene, a mi juicio, un especial interés a cuento de la pintura de Victorero. Recuerdo haber hablado de ello —¡tantas veces!— con nuestro recordado Santos Amestoy; él lo escribió a propósito de nuestro pintor y yo tengo ahora la ocasión de hacerlo, así que en parte redundaré sobre lo que ya dejó él dicho. A Dámaso le gustaba imaginar (con alguna ayuda de Harold Rosenberg) que la pintura abstracta constituía ya, en las postrimerías de toda vanguardia, una tradición alejada del propósito crítico o subversivo con el que —siempre teórica o historiográficamente, o sea, exclusivamente en la letra de los manuales, todo hay que decirlo— fuera fundada por el espíritu de la militancia vanguardista sobre el pie forzado de poner en fuga, destruir o derogar el régimen entero de la mímesis o, siquiera, el de la referencia a lo real para el que la pintura debía disponerse a desempeñar la función ancilar del signo. Pero como esto, o sea, el descubrimiento y divulgación retroactivo y teórico del propósito subversivo, no inspiró tanto que se diga la práctica real de la pintura abstracta, es natural que esa praxis venciera sobre aquel telos y que, así fuera la que fuera la intención del pintor, sus pinturas —como decía Jean Hyppolite— acabaran convirtiéndose en pintura antes que en ninguna otra cosa. Y como las cadenas argumentales, la traza de historias, constituyen aquella más inveterada e inextirpable condición de nuestro lenguaje, resulta enseguida muy comprensible que la vieja tradición, por muy derogada y derruida que hubiera resultado tiempo atrás, se pueda hacer suceder de otra “tradición de lo nuevo” (como decía Rosenberg y recordaba Dámaso) en la que han quedado retenidas aquellas notas de calidad que siendo propias del viejo oficio de pintor, se ve que se constituyen además como elementos resistentes a los significados críticos, aunque en gran medida se declaren independientes de los viejos objetivos de la representación.

Pero también hay aquí otra impugnación de lo que pudiera darse por previsto, que atañe propiamente a la geometría. Y se manifiesta cuando esta, en vez de negar o purgar o reducir el mundo, como parecía que era su vocación de partida (y como dicen los manuales que de hecho lo fue en tiempos de la militancia y los manifiestos absolutos), puede en realidad volver a pronunciarlo, a decirlo en su más patente y material versión, por muy pulida o mineral o plana o sintética que esta sea, en cuanto haga para nosotros simple evocación, como ocurre en el caso de las pinturas de Javier Victorero, por ejemplo de una cristalografía de hallazgo accidental, o de una refracción lumínica de planos rectilíneos (pero naturales), o de la descomposición del rayo de luz al choque con el vivo de una lasca, o del encuentro con una figura translúcida de caolín o yeso, o con otra oscuramente acerada, de pirita…

O, pongo por caso, de un origami.

Vemos una Vanitas, de 2008, o un Celeste, de 2007, o un Cielo de juguete, de 2012, y además de la evocación del diamante, de la luz astillada o de los planos inclinados de un fotograma expresionista, no sería nada extraño que nos acordáramos entonces del flexus o plegado de la hoja de papel según ha seguido, en la práctica paciente de esta afición, los pasos pautados y sucesivos cuyo propósito final consiste en haber reunido, luego de un desarrollo en complejidad creciente, las superficies aplanadas sobre el inicial pliego único, de tal manera y con tal habilidad que resultan al cabo presentados como lados o caras de un cuerpo completo de bulto redondo. Así pues, la papiroflexia o arte, en definitiva, de las figuritas de papel.

Recuerdo figuritas de papel, explícitas, en hermosas y puristas naturalezas de Chema Peralta. Vemos las pinturas de Victorero y despierta al instante el recuerdo de una de esas figuritas, ahora simplemente evocada o aludida, cuya volumetría hubiese sido proyectada como imagen sobre una extensión de lienzo en la que, no obstante, permanecieran aún las facetas del cuerpo sólido diferenciadas según la parcelación que se ha hecho corresponder con la transición progresiva de la gama de color y de luz y de la que acaso nos fuera únicamente dado a ver un fragmento, un rincón o codo o esquina ampliados en escala hasta abstraerlos de su constitución en la realidad. O, como decíamos antes, de un “momento” de la figura y de la pintura, para decirlo en acuse de la temporalidad quieras que no implicada en la representación, a través de un desarrollo sucesivo, de lo que en su constitución real viene a ser un volumen plantado de una vez por todas.

Reflejos del atardecer sobre los muros cortina de las angulosas torres acristaladas; fosforescencias boreales como las que dejan los faros encendidos de los automóviles cuando la luz del primer crepúsculo ya se ha impuesto en la claridad de la mañana; estelas de luz como las que despiertan en la memoria visual tras la lectura de ciertas frases de las novelas de James Salter… Pero todo esto, a fin de cuentas, lo que quiere decir es nuestra indeclinable propensión a la transformación de lo nuevo —su domesticación— como variante de lo ya conocido; que no hacemos, por tanto, sino un ejercicio de re-conocimiento o repetición cuando asociamos a una realidad inédita una imagen para nosotros familiarmente domada y editada —precisamente como imagen—. Y es eso, en fin, lo que producimos cuando producimos (es decir, cuando no creamos) lo real a través de su imagen, o sea, cuando nos vemos invitados a naturalizar, esto es, a considerar transparentemente —por no decir ingenuamente— como naturaleza aquello que un artificio nos ofrece ahora sin desmentir de ningún modo su artificialidad y, desde luego, de modo muy distinto al habitual en la tradición mimética que aspiraba a la transparencia de la representación. Sea como sea, el hecho es este, el de nuestra indesarraigable tendencia a la asociación naturalista. Y, sí, esta es la propensión contraria a aquella de la que hablaba Hyppolite —la conversión de la pintura en pintura—, puesto que ahora se trata más bien de la por lo visto también endémica inclinación figural (que hace muchos años ya observaba Ross Bleckner) y que parece sufrir toda abstracción incluso desde su propio propósito nihilistamente reductivo.

Pero también quiere esto decir otra cosa, que atañe ahora al último de los desmentidos llevados a cabo por la pintura de Victorero. Y es que toda vez que el formalismo había cimentado su relato sobre una trama argumental orientada hacia esa reducción abstracta en la que el mundo natural habría de ser abolido en consonancia con el alcance de una realidad más pura, más justa o más libre, por fin a-referencial, bidimensional, obediente únicamente a la planitud del objeto que hacía de soporte (desvinculada ya, en suma, de la oprobiosa naturaleza que hipotecaba al arte con la precedencia obligatoria de un significado y, por tanto, del tráfico de signos al que en esa hipoteca se obligaba), lo exigido en consecuencia con dicha narración, por lo demás vigente en la historia del arte hasta los años setenta, es que la pintura no se levantara jamás de ese único plano de la reducción al silencio o, como quien dice, que no sacara los pies del tiesto. Y lo que quiero decir es la comparecencia aquí de una pintura abstracta que por el contrario se nos presenta dispuesta a cantar, o sea, a decir, a hablar de cosas de la vida y del mundo rompiendo la mudez de la superficie y en flagrante desobediencia para con el fatalismo bidimensional y su condena al aplastamiento de la imagen sobre el plano del soporte.

El plegado de las mil grullas —Senbazuru Orikata—, de 1797, parece que es el nombre de un manual donde se recogen las más antiguas instrucciones impresas que se conocen para el ejercicio de ese viejísimo arte oriental. La base-pájaro, la base-pez, la base-bomba de agua, son algunos de los pliegues fundamentales sobre los que luego es posible desplegar la inmensa variedad de figuras; de ellos, que así pues hacen como de matriz, pueden salir luego el colibrí, la oreja de conejo, la libélula… Veo las pinturas de Javier Victorero, serias, profundas, concisas, autolimitadas, pero me gusta pensar en la infinita variedad de determinaciones finales que, como de un nido o de una juventud, pueden salir de su nódulo comprimido: la variedad de grullas —las mil grullas, que decía Kawabata—, de diamantes, de rayos de sol roto, de filos destellantes al fulgor de una luna de vidrio, de castillos de hielo, de cuarzo, de alabastro translúcido como el de los camarines que filtran sobre su interior el sol de puesta o la luz cantábrica de algún amanecer…