José Bellosillo

José Bellosillo, héroe español
Juan Manuel Bonet
Texto del catálogo de la exposición en Galería Bárcena Cía., Madrid 1995

Si pienso en José Bellosillo, pienso en una pintura deliberadamente escueta, parca, pobre -de una pobreza no lujosamente povera, sino en verdad digna del poverello-, carente de adjetivos y alharacas. En una pintura deliberadamente al margen. En una pintura hecha morosamente, como fuera del tiempo, por un creador que no se prodiga mucho -esta es tan sólo su tercera individual madrileña-, que no hace concesiones ni gracias para llamar la atención, que no baila al son de la moda que toca bailar.

Cuadros hechos, sí, radicalmente al margen. Santos Amestoy, que si mal no recuerdo fue el primero en hablarme, hace ya bastantes años, de él, tiene previsto incluir a Bellosillo en su tantas veces postergada colectiva de abstractos líricos, que al fin tiene fecha asignada, y que promete ser una de las citas interesantes de la próxima temporada. Dentro de ella, me da la impresión de que se percibirá más lo que separa a este pintor de los demás conjurados, que lo que con ellos comparte.

Evidentemente el autor de estos cuadros silentes ha reflexionado sobre la tradición española, tanto la de los siglos pasados, como la contemporánea, y le interesan otros muchos aspectos de la cultura -la música, la poesía-, pero su patria de elección es una cierta pintura norteamericana, caldo de cultivo que para los líricos ha sido tan importante o más que las coordenadas digamos «locales».

Dentro de esa patria, él manifiesta una especial receptividad hacia las enseñanzas, no de los impresionistas abstractos, que tanta huella han dejado en otros de aquellos, sino de Rothko, Clyfford Still -con el que comparte un cierto goticismo flamígero-, Gottlieb o Newman: el ala meditativa -metafísica, podríamos decir forzando un poco la terminología- del action painting. Enseñanzas formales -una forma tendente a lo mínimo, una composición que a menudo casi se disuelve’ en el color-, enseñanzas cromáticas -un color profundo-, pero sobre todo enseñanzas morales: una clara voluntad de pensar la vida desde la pintura, entendida esta última como quintaesencia simbolista de una experiencia del mundo, y también como una suerte de sacerdocio.

Formado en un hogar puesto bajo el signo de la Arquitectura, Bellosillo siempre se ha preocupado por la del cuadro. Una arquitectura no constreñidora, sino por el contrario fluida: redes, tramas, y en cierta época sugerencias de río, de agua en movimiento. Los últimos, sin perder esa fluidez, se fundamentan casi siempre -en ellos estaba yo
pensando cuando me refería antes al carácter gótico de su universo- en un ritmo ascendente, vertical, de columna. Hacia lo alto se titula uno de ellos.

Interrogación una y otra vez sostenida: un vocabulario básico es suficiente para reemprender, mañana tras mañana, el combate con la pintura.

En lo que se refiere a lo cromático, tras haber pasado por una etapa -aquella cuyos resultados se vieron en su última y muy hermosa individual, que tuvo por marco la desaparecida Galería XXI- durante la cual casi desemboca en la invisibilidad, en la noche oscura, en el negro total, Bellosillo ha vuelto hoy al color. Trabajados con esa factura concisa en que se concentra la esencia de la orgullosa pobreza de esta pintura, llenan el lienzo, y la mirada del pintor, y la nuestra de espectadores, de co-participes de su experiencia, sus ocres -Entre las sombras-, sus grises y sus blancos luminosos, sus violetas, sus verdes -Abismo verde-, sus azules -Azul nocturno-, sus rojos profundos
-Sólo en rojos, Picos granates-, sobre los que bailan mínimas redes dibujísticas.

Sentimiento más sereno del color, y sin embargo evidentemente en esta obra áspera, nacida de la necesidad expresiva, no del afán decorativo, hay pasión contenida, hay intensidad, hay drama incluso, como los hay en Morandi, o en Rothko, del que acabamos de ver en Madrid un puñado de cuadros clave, y que para Bellosillo sigue siendo el faro más potente en la noche de la pintura fin de siglo.

Aunque no «hablan» directamente de su circunstancia, y aunque como es lógico muy pocos espectadores saben directamente de esta última, por mi parte no puedo dejar de asociar estos cuadros, -que ahora van a verse por vez primera en Madrid, a esa circunstancia, y al lugar donde fueron pintados, y al que acudí no pocas veces para
contemplarlos: la luminosa azotea de Antonio Maura, las largas conversaciones que ahí hemos tenido, en crepúsculos inolvidables. Un lugar muy fifties, que ya no es la morada del pintor, hoy temporalmente refugiado, junto a lnmaculada y a su hijo de corta edad, en el páramo soriano. Un lugar que durante los últimos meses en que ahí residieron se convirtió, mientras el resto de los pisos era demolido para su posterior reconstrucción, en un espacio fantasmagórico, casi irreal, uno de los estudios de pintor más raros que he conocido nunca, al que daba un cierto miedo subir entre tanto hueco, entre tanto aire, y donde parecía mentira que pudieran seguir la vida, y el arte.

Dentro de mi galería mental de «héroes españoles» -recordemos la que trazó el Juan Ramón Jiménez caricaturista lírico, y en la que tantos perfiles de pintores quedaron fijados-, el morador de aquel espacio acosado ocupa, con su aire de caballero de El Greco, un lugar de honor. Por su obra esencial y admirable, pero también por su temple moral, esto es, por su capacidad para ejercer, sin ceder a ningún canto de sirena epocal, y venciendo dificultades de toda clase, el oficio de pintor.

Santos Amestoy

ABC Cultural 25 de octubre de 2003

Algo más general que un «ismo» y algo más que la mera evolución de una o sucesivas tendencias, cabe reconocer en eso que llamamos «abstracto» (los más prudentes decían «no objetivo»). Ya van cumplidas nueve décadas desde aquellas famosas acuarelas de Kandinsky; casi otro tanto desde las primeras abstracciones de Malevich, de Mondrian… Incluso del Abstraktion und Einfühlung, de Worringer, anterior (1008) a las mentadas acuarelas.Más que una tradición, he aquí un nuevo tipo de pintura que no ha dejado de practicarse un solo día desde entonces. En suma, un género -sus variedades y subgéneros- que la opulenta fertilidad del siglo XX aporta a la pintura. Y ahora mismo, en la bisagra entre dos siglos, una secuencia lírica de la que es ejemplo de primer orden la obra de José Bellosillo.

Lirismo, el suyo, que he llamado -en otro lugar- metafísico, en el sentido que Cernuda otorgaba a la poesía cuando nos deja presentir «esa correlación entre dos realidades, visible e invisible, del mundo». Y es verdad, como escribe Emmanuel Guigon en el
catálogo, que «por su fragilidad, sus obras evocan la eternidad: en lo pequeño piensa lo grande». Tiene razón el director del Museo de Estrasburgo. Pero en la actual exposición, quizás envuelto en cierta voluptuosidad, gozado en la manera más sabia, más suelta, más jugosa de decirse la pintura, se ha hecho inapelable su fundamento doliente y penitencial, espinoso y ascético. De esta pintura de dulcísimo acento, de silencio y claridad; de ansia de luz como la fe, pero que viene de la sombra yde la bruma, de
las gamas terrosas y de las gamas ácidas; de la estameña y de lo opaco. Y además, de lo suave, lo intenso y lo cristalino; del paisaje meditativo, pensado en lejanía y el vértigo espacial de lo infinito. La estirpe de esta pintura apela a la abstracción de los cincuenta en sus momentos altos, cuyo nivel alcanza sin paliativos. Es sorprendente su original y
personal identidad, ajena a tanta glosa y a tanto epítome (en ocasiones, admirables). Si Bellosillo es un ejemplo destacado de la variante lírica aludida, he aquí una exposición imaginada para deleite de la afición: se retrotraería al último Esteban Vicente, a Guerrero, a Lerm, a Santiago Serrano… Invitaría a Scully; Federle, Parternosto, Mardem… Yalinearia al dicho Bellosillo junto a otros españoles de su generación como Corujeira, Reguera, Guache, Riera, alguno que otro más y amén.

Caminos para una aproximación
Emmanuel Guigon
Traducción de Juliette Simont y Manuel Valencia

Pesados son los montes, pesados los mares.
Incluso los árboles que en vuestras niñez plantasteis
Hace tiempo que se hicieron pesados y no podéis cargarlos.
Mas quedan los vientos… Queda el espacio.

Sonetos a Orfeo (1, IV), RILKE

Al principio es bastante sencillo: todo consiste en aprender, en cuestionar una espacio hecho de fragmentos de realidad, de percepciones minúsculas, de materia anónima, de recuerdos, de tiempo, de líneas, de redes, de estructuras abiertas. José Bellosillo está sumamente dotado para plantear problemas complejos. El rasgo más llamativo de su trabajo es la fuerza de convicción asociada a un sentido de la poesía, una cierta timidez que le sitúa fuera del estrépito. Si encuentra problemas importantes -unidad y fragmentación, movimiento e inmovilidad-, los señala sin insistir, con suavidad, con una cierta ligereza que le sitúa en las antípodas de la moda, lejos de todo efectismo. Hay que decir que su obra, como apunta Enrique Andrés Ruiz en el hermoso texto que dedicó al pintor, si bien se aproxima a una tradición intimista, «en realidad sólo se parece a sí misma».. Semejante pintura no busca metáforas arrogantes sino matices; sin énfasis, sin alardes trágicos. Tiende a eliminar cualquier comentario que sea narrativo o descriptivo.

El pintor hace que surja en nuestra mente un enriquecimiento constante e imprevisible que nos obliga a acercarnos a un mundo de sensaciones, de colores, de luz que vibra en las cosas. En su obra no hay cambios bruscos, pocas revoluciones, más bien intenciones sin cumplir, un juego de variaciones quizá mínimas sobre un tema reiterado aunque siempre reinventado. Fernando Huici dice al respecto: «…la modulación melódica que tensa la resonancia informe y expansiva del color (…) actúa aquí de modo equivalente al bajo continuo de las composiciones barrocas». La sorpresa está entera cada vez y se conjuga con el placer de volver a oír el tema. Repetición de lo mismo, que se produce mediante lo que se podría llamar, a falta de algo mejor, el hecho artístico.

Lo primero que seduce es el murmullo, a veces solamente el soplo, sin más. Esta pintura está hecha con líneas que se rompen, ondulan, se mezclan en bifurcaciones, en cruces tortuosos, que se funden sin determinación exacta. Líneas que nacen en el gesto, en el acto del pintor. Van y vienen. Vienen de su tierra. De sus estrellas, de sus espacios fuera de la escala humana. y todo se hace color, adquiere forma de estelas o de filamentos. Así José Bellosillo retoma la que sin duda ha sido una de las fascinaciones del arte desde sus orígenes: los anchos territorios sin frontera fija, un mundo en estado originario, sin límites, antes de las palabras. Sus cuadros no suelen tener un título descriptivo. Revelan una experiencia sensitiva que tiene su correspondencia, y no su parecido, en la realidad: una reminiscencia de algo, de una emoción que condensa la experiencia humana, unos elementos de la naturaleza que obsesionan al pintor pero que también tienen sentido universal. Dar forma para el artista no es apabullar los ojos con el peso de la realidad, sino cuestionar el modo de existencia de lo visible. Sus cuadros parece que pretenden atrapar la vista antes de que ésta dé sen1;ido a las cosas otorgándoles forma. El color vibra en sus raíces. Su camino hasta la pura luz
no tiene finalidad alguna. El color parece borrarse como si se tratara de no insistir, de cumplirse en lo blanco, de «optar por el vacío» para conservar sólo lo esencial. El orden de la pintura se acerca así a la inexistencia. Sin embargo todo está aquí, todo se puede ver, y esa visibilidad basta para engañarnos. Es otra preocupación consustancial al arte: ha de tener relación con el mundo exterior, de modo que hay en la obra unas figuras capaces de coooucir la imaginación hacia el recuerdo de experiencias sensitivas. El pintor, porque goza sensualmente de ellas, se ocupa sólo del efecto que producen, y al exhibirlas les da su verdadero cuerpo. Pintura doble, duplicidad de la pintura: en un mismo espacio pictórico conduce el ojo de un estado de percepción a otro, lo guía desde una imagen de la realidad hacia una mirada borrosa, desde una tensión extrema, hacia una relajación cercana al vértigo.

Pero ¿qué es lo que sé en realidad de esa experiencia? ¿Cuál es la ignorancia que de repente es un obstáculo para mis ojos? ¿Cómo decir ese signo múltiple que se extiende hasta el infinito? Y el infinito, cuando lo imaginan los ojos, ¿qué es sino el caos del cielo y todas las superficies de formas y colores repetidos? Las palabras se amontonan para designar lo que tendría que quedar indefinido. Llega un momento en el que la figura sigue presente cundo los ojos ya la han dejado. Ese agotamiento de la visión les un misterio, el punto de irradiación. La metáfora de esa materia sin nombre es el cuadro. ¿Cómo saber quién junta los contrarios en las mismas superficies de tela virgen o coloreada? ¿Cómo saber qué es lo que los mantiene unidos? El gusto de Bellosillo por lo sencillo no le impide enfrentarse con paradojas. Por su fragilidad sus obras evocan la eternidad; en lo pequeño piensa lo grande. Cuando se contempla su pintura viene a la mente el texto de un teórico chino del siglo XVII: «El Tao de la pintura es el universo en la palma de la mano». Además, quizá soñaríamos al mismo tiempo con nubes y música. Un texto del poeta Li Po dice: «Las mujeres cantaban; sus velos de gasa se movían a ese ritmo. La brisa pura llevaba estas melodías hasta el cielo; los sonidos se enroscaban en el cielo como nubes fugaces.» En otro texto chino del siglo XVIII (Las enseñanzas de la pintura de jardín como un grano de mostaza) Ji ai Zin yuan Huazhuan dice: «Las nubes son los adornos del cielo y la tierra, el bordado de la montaña y las aguas; son tan rápidas como los caballos al galope; se abalanzan contra las piedras de una manera tal que oímos su ruido.» Estas referencias son muy próximas a esta pintura. Juan Manuel Bonet ya puso de manifiesto este amor por lo oriental que él asocia a su gusto por la variación musical o el Arte de la fuga y las superficies monocromas: «ora blancas -como de nieve o mar.» Para él el encuentro con la naturaleza se produce en la felicidad del trabajo pictórico. Pero el paisaje, a la vez, es negado como si hubiera de arriesgarse más allá de la percepción instantánea, hacia un horizonte improbable del cual surgirían, quizá, el signo y el sentido. No obstante, siempre serán visiones complejas que esconden su secreto y que de alguna manera están velando su significado. Lo que a él le interesa es ese espacio al que se refiere Heidegger en el comienzo de un texto llamado El arte y el espacio: Esto es lo que determina la esencia de los espacios abiertos libres. Estos se obligan a dejar allí que cada cosa se abra y extienda libremente en la situación de reposo que le sea propia.» Sin duda quiere damos la idea de un lugar que no se caracterizaría por ningún acontecimiento preciso. La naturaleza se hace equívoca. Ofrece al pensamiento imágenes en circulación: un circuito que se interrumpe y altera en la evolución del sueño. Durante esta ensoñación sin rumbo, a veces el encuentro con algo especialmente imprevisto es tan fuerte que reanima la tensión que subyace en todo arte, y de forma muy especial en el arte de hoy. Creo que el trabajo de Bellosillo consiste en esta búsqueda de lo inteligible. Toda obra de arte es una reorganización de lo que perciben los sentidos, una estructuración del caos -«la cosecha de un sueño», escribió Mallarmé. En su manera de enfrentarse con la naturaleza, en su empecinamiento, el pintor avanza con las manos desnudas. Quiero decir que no usa artificio alguno, que no se abriga con ninguna excusa.

Las obras recientes de José Bellosillo expuestas en la galería Utopia Parkway nos hablan de una forma de retorno, de una meditación sobre la distancia que crea el arte entre sí mismo y su objeto. Pintura de murmullos, opuesta a la pintura que no dice nada. Sería una pintura de soplos en el aire. Ese murmullo no es invisible, para aparecer no necesita de una interpretación teórica o invento espiritual. Aquí se cuestiona la pintura y la pintura nos cuestiona. Pintar, ¿no sería callar el nombre? En ciertas fiestas sintoístas, celebradas en secreto, se incluían antaño conciertos de silencio. Los músicos provistos de sus instrumentos ejecutaban, con gestos, la música sin emitir un solo ruido; la ceremonia no podía ser interrumpida, y así se producía el más armónico de los murmullos. Cada uno escuchaba, y lo que oía nadie sabría repetirlo. Pero, ¿para qué reproducirlo, si este eco era la voz de los dioses –del bosque, de la montaña o del manantial- que tranquiliza y protege? Así se desarrolla en calma, como un soplo en el aliento del aire, una obra que lucha contra nuestra prisa, nuestras equivocaciones, y se esfuerza en crear zonas de silencio, lugares de color para la meditación. Por cierto, a José Bellosillo le gustan los espacios que no se pueden poseer, las montañas que nadie escala.