José Ferrero

LA CARA OCULTA DE LAS COSAS
Nicolás Cancio 2019

Lo que hace más bella a la luna es saber que tiene una cara oculta que estamos obligados a imaginar. Siempre ha estado en la distancia, inalcanzable, sin uso práctico aparente. Eso la ha mantenido como alimento y anhelo de navegantes, despistados y demás seres que vagan y divagan.

Es cotidiano lo que confiamos en conocer sin dudar, lo que tiene utilidad concreta, lo que parece no ocultarnos nada. Pasa desapercibido la mayor parte del tiempo aunque nos relacionemos con ello cada día.

Es misterioso lo que nos cuesta clasificar, lo que tiene facetas que no se muestran con claridad. Se trata de todo aquello inaccesible a la razón. Puede parecer arriesgado, emocionante o aterrador, despertar curiosidad o rechazo.

Cuando se consigue que algo misterioso sea además bello se crea una gran fuerza de atracción. Aparece una duda con la que queremos vivir. Si además esa belleza y ese misterio se posan sobre los objetos comunes, nos daremos cuenta de que se desvela un nuevo mundo. La luna es bella y misteriosa, pero la vemos todos los días, lo que quiere decir que ese misterio se relaciona con nuestra forma de estar en el mundo y enriquece nuestra vida. Por eso se presta tanto a los sueños y la poesía.

Para transformar lo ordinario en misterioso es necesario dejar de pensar en su utilidad o sentido, hacerlo extraño, conseguir que se resista un poco a comprensión. Tomar lo que tenemos en nuestro entorno y distanciarlo más allá de nuestro alcance.

Reconocer la belleza de lo común requiere mirar con intención, esperando encontrar algunas buenas cualidades donde la mayoría ve monotonía. Compartir esa mirada es el acto de generosidad de alguien que nos avisa del potencial que esconde todo lo que nos rodea.

José Ferrero juega con estos factores cuando usa su cámara. Toma pequeños trocitos del mundo y los reconfigura creando nuevas realidades que reconocemos, pero no del todo. Utiliza creativamente la técnica fotográfica para encuadrar la parte del motivo más relevante, esperar al momento en que se encuentra en su punto de mayor interés y trabajar la luz de tal forma que se destaquen algunas facetas y al mismo tiempo se disimulen otras.

¿Es el mundo que pisamos el que vemos en estas imágenes? Entrar en una sala de exposiciones y ver estas fotografías es como firmar un nuevo contrato con la realidad. Durante unos minutos aceptamos olvidarnos de lo que creemos saber sobre el mundo y a cambio cuando salimos, si hemos sabido aprovechar el tiempo, observaremos nuestro entorno con un poco más de libertad y quizás nos preguntemos ¿Es más real lo que he visto hasta ahora o lo que la cámara revela?

MUTUAMENTE
Francisco Zapico, Candás, noviembre y 2014.

En los últimos días de enero del año1988 el escultor Pablo Maojo Acevedo iniciaba la primera fase de un feliz, prolijo, plural y dilatado proceso creativo, hoy conocido por los siguientes nombres: La barrera oceánica y El oriciu pa los aviadores. El arenal de Rodiles, una playa asturiana entonces en trance de desaparición, situado en la desembocadura del estuario de Villaviciosa, fue el primer escenario de esa serie de experiencias que, asombra pensarlo, ya llevan en marcha más de un cuarto de siglo. En orden a su clasificación vale decir que atendiendo a sus contenidos conceptuales, praxiológicos y formales, cabría vincularlas con alguno de los movimientos o tendencias que incluye la ya clásica etiqueta: Land Art.

Quisieron el destino o el azar o la necesidad que José Ferrero Villares, quien justamente en aquel tiempo empezaba a afirmarse en el oficio de fotógrafo, el de poeta le venía de nacimiento, viviera muy cercana y emotivamente la mentada peripecia de Pablo Maojo, y que tal vínculo establecido entre sus personas y sus obras llegara, salvando distancias temporales y espaciales, hasta hoy, y que, además, se nos manifieste palmariamente en la presente exposición que organiza y acoge la galería Utopia Parkway.

Visto en conjunto, el más de medio centenar de fotografías que presenta José Ferrero puede considerarse como un reportaje o como una crónica, pues es deudor de un delicado tejido de historias y de tramas, y lo documenta y lo libra para nosotros del implacable olvido.

Sí, en efecto, esas imágenes, primorosamente encadenadas o engarzadas, nos devuelven la esencia de la aparición de unas concretas piezas de arte y nos revelan la precisa manera de operar y de manejarse que tienen la mente y la mano que las crearon: las de Pablo Maojo. Pero, además, cuando las tomamos de una en una, contienen gran parte de los motivos y preocupaciones centrales de la obra propia y misma de quien las tomó: las de José Ferrero.

Unas esculturas recientes de Maojo, hijas de un mismo árbol, completan a modo de Oruroboro la conmovedora rapsodia que Ferrero despliega en el ámbito de la galería Utopia Parkway. Constituyen una prueba más, por si alguna duda cupiera, de que son dos las voces que mutuamente desarrollan el retrato y el relato de unos cortejos entre la naturaleza y la cultura, de unos actos de fe y de esperanza, de resistencia y de supervivencia, que nos impactan, nos emocionan y nos fascinan.

En la propia sala de exposiciones el visitante podrá apreciar un espléndido audiovisual, realizado por el fotógrafo y cineasta Pablo Basagoiti, que ofrece un guión activo y proactivo de ese espectáculo de construcción, destrucción y regeneración que constituyen La barrera oceánica y El oriciu pa los aviadores. No obstante, sigue a estas líneas una síntesis de las distintas fases por las que a venido pasando ese inconcluso en insólito ciclo. Obviamente, reproducen el esquema del audiovisual, se trata pues de palabras absolutamente prescindibles.

Empecemos por una acotación histórica. Una consecuencia de los trabajos de canalización, dragado y relleno realizados en la ría de Villaviciosa durante parte de los siglos XIX y XX, y en particular del canal que se construyó en la extremidad contigua al dunar de Rodiles, fue la aparición del arenal del mismo nombre. En la década de los ochenta del pasado siglo la ruina y el deterioro eran los verdaderos señores de aquellas viejas construcciones y, lógicamente, la sobrevenida playa de Rodiles estaba siendo literalmente tragada por la mar. Con esta penosa circunstancia tiene que ver el argumento de La barrera oceánica, que lleva implícito la renuncia al principio tradicional de perennidad en favor de una configuración efímera.

El plan era hincar verticalmente cien traviesas de ferrocarril en el mencionado arenal de Rodiles. Alineándolas siguiendo precisamente el contorno medio, de unos mil metros de longitud, que sobre él marcaban los intervalos mareales. Dejar luego que las mismas mareas, el oleaje y la resaca las fueran tumbando, arrastrando y depositando. Para recuperarlas al final, y levantar con ellas, en un sitio más abrigado (en la prensa de la época no se dan nombres, pero se habla de un monte cercano a Rodiles), una empalizada compacta y sobre una de sus caras realizar un mural, entallando la superficie y tratándola con pigmentos y alquitranes. Salvo en esto último, el programa se cumplió, con pasmosa precisión, ya lo hemos apuntado, entre los últimos días de enero y los primeros de febrero de 1988.

Estamos hablando de una tarea no muy ardua pero sí muy fatigosa; que implicaba, ni más ni menos, cavar cien fosas, una cada diez metros; trasportar hasta todas y cada una de ellas su correspondiente traviesa; plantarla allí, bien derecha y bien firme; y por último salvar de la mar un disperso y numeroso pecio. Nada así es posible sin la ayuda de la amistad o del dinero. En tal sentido La barrera oceánica fue ejemplo de implicada camaradería y mereció además el apoyo económico que otorgaba la Consejería de Educación, Cultura y Deporte. Puede decirse que alcanzó un máximo de fecundidad, pues, como soporte y como escenario, también albergó otras manifestaciones artísticas y floreció con ellas.

Como se ha mencionado, Pablo Maojo tenía previsto utilizar las traviesas rescatadas al Cantábrico para levantar una empalizada y realizar un mural. Pero finalmente no procedió de esa manera. Sí formó, con las cien de partida y bastante antes de enfilarlas frente a la bravura de la mar, una apretada alineación e intervino sobre su superficie haciendo uso de la motosierra, herramienta que siempre manejó en su trabajo escultórico con asombroso virtuosismo. Las más de setenta que pudo recoger del agua le sirvieron para otra cosa, fueron mimbres y embrión de una singular escultura que bautizó con un nombre ciertamente pintoresco y descriptivo: El oriciu pa los aviadores. Aclaremos que la palabra asturiana «oriciu» se corresponde con la castellana «erizo».

El emplazamiento primero de El oriciu pa los aviadores, montaje que postulaba la idea de testigo, de cobijo, de templo o de atalaya más que las tradicionales nociones de objeto admirable y de sujeto admirativo, fue una pradera, conocida como Les Vallines, perteneciente y cercana a la casería de la familia de Pablo Maojo. Se trata de un lugar con gran amplitud de vistas: en su lejanía, al final de una maravillosa y larga perspectiva de la ría, es columbrable nuevamente Rodiles; en su cercanía, casi a su pié, es abarcable un paisaje cuya franca e impertérrita placidez apenas logra perturbar la cruenta línea de la autopista. En lengua asturiana uno de los significados del término «vallina» es, precisamente: «terreno de pastizal, pendiente y estrecho, al servicio de una quintana».

A mediados de septiembre del año 1988, coincidiendo con los días durante los que se celebran en Villaviciosa las afamadas Fiestas de Nuestra Señora del Portal, Pablo Maojo, con la única ayuda de su amigo Fidel Solís Sánchez, levantó El oriciu pa los aviadores. Se trataba de un delicado entramado cupular, hecho apilando poligonales menguantes constituidas, como se ha dicho, con las traviesas de ferrocarril procedentes de La barrera oceánica. Buscando sin duda refuerzo estructural, algunas de ellas iban colocadas traspasando perpendicularmente el contorno, virtualmente semiesférico, de aquella especie de casquete leñoso, que medía unos cinco metros de base por tres de altura, prestándole así la curiosa apariencia hirsuta que justifica tan bien su nombre. Un trío de traviesas coronaban el conjunto. Dos reposaban en posición horizontal y una tercera, encastrada en aquellas por su centro, se alzaba verticalmente hacia el cielo, como una atenta antena. Sobre ésta última, con letras primorosamente entalladas, figuraba la siguiente inscripción: «La Barrera Oceánica».

Veinticinco años más tarde, y precisamente conmemorando tal regularidad aritmética, se organizó una exposición en la gijonesa Fundación Museo Evaristo Valle. Pablo Maojo erigió dentro su sala de muestras temporales una nueva estructura, reutilizando formal y materialmente la de El oriciu pa los aviadores de la pradería de Les Vallines. Naturalmente, tras despojarlo de la fronda vegetal que durante décadas lo había ido poblando sigilosamente, tras desmontarlo cuidadosamente y después de trasladarlo ordenadamente hasta la mencionada institución y de limpiar sus maderas meticulosamente. Se exhibieron también cincuenta y cuatro fotografías pertenecientes a sendos reportajes realizados por Manuel Ribera y José Ferrero. Se siguió en el montaje un clásico esquema adversativo, pues se enfrentaron en el mismo recinto las imágenes y el nuevo entramado de El oriciu. Es curioso constatar que la última y única vez que se había expuesto una serie fotográfica emparentada con éstas fue muy lejos de Asturias, en la Galería Hörnan de Falun, Suecia, durante los meses de julio y agosto de 1989. Entonces solo se incluyeron imágenes de La barrera oceánica. Pablo Maojo las había transportado hasta allí tan protegidas y tan mullidas como si lo hubiera hecho dentro de un nido; iban metidas en un maletín de contrachapado que su propio autor, José Ferrero, había confeccionado, con amor y rigor, a la medida justa de unos passepartouts, de papel con pH neutro, que tenían igual origen práctico, anímico y artesanal.

En diciembre de 2013, clausurada la anterior exposición, no se devolvió El oriciu pa los aviadores a su emplazamiento de Les Vallines, sino que se instaló, definitivamente, en los jardines de la Fundación Museo Evaristo Valle. Así, a lo último, numeroso público puede disfrutar de una magnífica escultura en un sitio maravilloso y accesible. Cabría pensar que se eligió un final muy light. Que se remató con una guinda muy convencional un pastel muy experimental. Pero no era de eso. Claro que no era eso. Cualquiera que se pasee por los jardines del MuseoValle y que se detenga frente a El oriciu notará cómo reverdecen y recrecen aquellas ideas de testigo, cobijo, templo o atalaya que ya estaban sembradas en la estatua original. Por raro que pueda parecer, esta afirmación no se hace desde un plano simbólico. Considérese, por ejemplo, cómo La barrera oceánica y El oriciu pa los aviadores vuelven ahora a fructificar aquí, en galería Utopia Parkway, bajo unas luces y unas sombras muy diferentes de las que vieron su nacimiento; y cómo, con toda seguridad, seguirán afrontando nuevos y dilatados horizontes.

Del baúl de los recuerdos
Ángel Antonio Rodríguez

El Comercio 19 de Enero de 2013

Cuando se hizo un hueco en el arte, hace ciento setenta y cinco años, la fotografía analógica inició un largo proceso de redefinición que fue cambiando con el tiempo y dio paso, en las dos últimas décadas, a una explosión de proyectos interdisciplinares donde la convivencia no es fácil. En pleno siglo XXI, la fotografía comparte hoy protagonismo con otros medios, seduciendo a propios y extraños como herramienta eficaz para alternar significados y expresiones. Pero también confunde al público (y a muchos artistas y especialistas) abrumados ante la fuerza alienante de los grandes formatos, los nuevos soportes, los alardes técnicos, la usurpación conceptual y el abuso de la hibridación mal entendida.

Afortunadamente, algunos profesionales se resisten a perder la esencia de la obra de arte, esto es, apuestan por las calidades. Así, buscan la máxima energía de sus contenidos sin ceder ante el peso de los continentes. Como nuestro José Ferrero, que desde hace treinta años defiende en Asturias lo bien hecho con trabajos muy personales, caracterizados por el rigor, la imaginación y la personalidad, más allá del tamaño, el ruido o el mensaje banal.

Tras varias exposiciones que exploraban otros horizontes con la misma fe analógica, Ferrero presenta estos días en su galería de Madrid (Utopía Parkway, en el número 11 de la calle Reina) una selección de 60 fotografías en blanco y negro y color, realizadas entre 1985 y 1995, sacadas de su baúl de los recuerdos. En formatos pequeños y composiciones muy variadas, prima en ellas la temática industrial y renacen las ilusiones, con muchas piezas inéditas y algunas emblemáticas, que había expuesto puntualmente antaño. Todas son copias de época, positivadas manualmente mediante revelado químico sobre papel baritado. Un pequeño trozo de historia personal y un nuevo homenaje de Ferrero a esa fotografía pura y dura, que está activa por mucho que se empeñen en despreciarla. La fotografía como expresión viva, más allá del soporte elegido o el discurso grandilocuente.

IMAGINARIUM
María Álvarez

Imaginarium es una palabra que siempre me ha fascinado, es mágica y la asociamos a ideas, pensamientos, fantasías, sueños…, aunque, recientemente, etimológicamente hablando, nos encontramos con una expresión parecida: “el imaginario”. Estos términos y sus significados siempre me han atraído y sugerido, incluso antes de que la escogiera como nombre para su marca comercial la famosa empresa de juguetes española que propone una singular forma de acceso a sus tiendas.

Este juego de puertas y de accesos es el que también nos adentra en la incertidumbre de las obras de José Ferrero, que, a través de imágenes ambiguas, propone un nuevo territorio imaginario. En esta nueva muestra reúne el autor una selección de fotografías de distintas épocas que implica un trabajo de reconstrucción y testimonios antagónicos: el lineal y circular; pero como el tiempo cíclico de los orientales, una fuerte circularidad tiende a que todo retorne.

Desde luego, son muchos los puntos de vista desde los que este título elegido por el fotógrafo puede ser considerado, como vocablo polisémico que es, con distintos significados.

José Ferrero presenta un conjunto de copias originales que abarca de 1985 a 1995, entre las que predominan las de temática industrial. Vestigios que el artista recogió y fotografió en una suerte de gabinete de curiosidades. Pero las imágenes no son definitivas. Hablan de lo no resuelto, del conflicto abierto, que quizá sea una de las pocas diferencias que le queda al arte en relación con los medios masivos o que estén sometidas al mercado. Es el suyo un Imaginarium singular construido con los trabajos de ese amplio período de su trayectoria, en el que no se aprecia ningún síntoma de nostalgia, más bien crea cambios en la mirada de esta muestra vintage que retoma ahora un nuevo significado al mostrar sus obras conjuntamente, descontextualizadas de su función y razón original, algunas de ellas ya como objetos de culto o coleccionista.

Creador de sutiles encuadres cuya capacidad de reducción y de síntesis muestra, desde sus primeros trabajos, el intento de eliminar lo que no es esencial y no ceder al ornamento. Sus bordes y desbordes, horizontes a ras de tierra, imágenes que asoman tímidamente haciéndose visibles o invisibles, tenues poéticas, presencias y ausencias, son las múltiples opciones que José Ferrero despliega; y una ya no sabe bien por qué puerta ha de entrar en el Imaginarium de este artista que, desde el borde de la tierra al vacío, la representación neutra, la deconstrucción de otras con el límite, los juegos espaciales y vacíos, nos señalan el camino: movilizar la imaginación.

Este nuevo reto expositivo es también el resultado de una premeditada voluntad de superación que impulsa a imaginar nuevas opciones que mejoren algo lo conocido, o que aporten una nueva alternativa conjunta a lo existente, para crear otra mirada, no hacia el pasado sino como motor de innovación propia, de la necesidad de mostrar obras con una calidad exquisita, realizadas con un esmero del que suele carecer el arte actual.

Imaginarium es también ejemplo del fuerte auge de la estética vintage, manifestación de la cultura posmoderna, entre el desencanto y el progreso “la analogía descontextualizada, lo ya visto y conocido, transmutándolo oportunamente”1.

Sin duda, en el itinerario creativo de José Ferrero hay una clara voluntad de buscar su propio camino. Sin dejarse integrar en ningún tipo de programa y pese a mostrarse abierto a los estímulos artísticos, su obra mantiene una notable autonomía; inscrita en un pensamiento en el que proliferan las teorías estéticas de las analogías entre creación, misticismo y naturaleza. Una mirada rotatoria desde un mismo punto de vista: “…se viaja siempre; se viaja con la tierra”2.

1 Ricard, André. La aventura creativa. Las raíces del diseño. Ariel, Barcelona, 2000. Pág. 111.
2 Yourcenar, Marguerite. Con los ojos abiertos. Plaza & Janés, Barcelona, 1989. Pág.
267.