Leticia Zarza

 
LETICIA ZARZA:
CONSUME, QUE ALGO QUEDA

Javier Díaz-Guardiola*

Si algo nos enseñó el Barroco es que la vida es puro teatro (esto nos lo dejó por escrito Calderón de la Barca), generalizando la idea de engaño (cuando no trampantojo) que tan bien cuajó en el arte, con un pesimismo latente que llevó a los hombres y mujeres de la época a regocijarse en lo efímero y transitorio. En este ámbito, de hecho, uno de los temas más recurrentes fue el de la vánitas, y, como bien constata Elena Andrés Palos en su texto “La cultura de lo macabro en el Barroco español”, su misión era rodear al católico como Dios manda(ba) de los símbolos que le recordaran constantemente su mortalidad para no olvidar nunca ese lema de San Francisco de Sales, que, hoy, podría ser ‘superconsejito del día’ del ‘influencer’ de turno: “Prepárate para el bien morir”.

Precisamente este término es el empleado por la creadora Leticia Zarza (Pamplona, 1982) para titular su segunda comparecencia en la galería Utopia Parkway de Madrid. El de vánitas en el sentido de ‘resto’ o ‘carácter efímero’, pero sobre todo, y asimismo, relacionado con una segunda acepción con la que comparte etimología: la de vanidad, lo que engarza a la perfección con este mundo de rápido consumo y generador de desechos que nos ha tocado vivir en el que hasta el más humilde produce basura a su paso por encima de sus posibilidades.

Todo arranca con una obra anterior, la cual fue seleccionada para el último certamen de dibujo de la Fundación Gregorio Prieto: Un papel de gran formato en el que distintos tipos de cajas se superponen unas sobre otras manteniendo un frágil equilibrio que simboliza no solo precariedad material sino además la constatación de que el sostenimiento en el tiempo de una situación como esta es insostenible. Metáfora de la era de consumo frenético que vivimos en Occidente, patrocinada por gigantes como Amazon, Temu o Shein, en la que a golpe de click desde el móvil o el ordenador un glovo sin b nos ‘eleva’ por los aires, con la misma rapidez que el original, una pizza, un bote de analgésicos o un paquete de pañales. Todo ello con su debido y merecido ‘packaging’.

Zarza retira el contenido de estos paquetes ‘caídos del cielo’ a velocidad de ‘ryder’ y se queda con su embalaje. Sus lienzos se pueblan pues de aquello a lo que nadie da importancia: Cajas vacías, bolsas de papel o plástico, a las que eleva a la categoría de dignos modelos. Ellas representan comportamientos impulsivos de la sociedad de consumo actual. Si bien las nuevas tecnologías nos han facilitado poder adquirir productos y bienes cómodamente desde casa y de recibirlos de forma sencilla y casi en el día, la contrapartida es un tipo de consumismo compulsivo con gran impacto en la huella de carbono que, aunque democratiza la compra, nos introduce en una dinámica muy negativa con múltiples ramificaciones (como el fin del pequeño comercio, que no puede responder a esta demanda desaforada ni competir en igualdad de condiciones). Una dinámica que además es insostenible en el tiempo: Generamos residuos, y los embalajes pasan a formar parte de nuestro paisaje y nuestro ecosistema diario. Los abrimos y desechamos sin otorgarles ningún valor.

Nos hablan de economía circular, y, de alguna manera, Zarza le da una segunda oportunidad a estos detritos. No está sola en una gesta tan loable: su trabajo me recuerda al de Patricia Camet, que reproduce en cerámica blisters y otras estructuras plásticas de embalaje; o David Trullo, un ‘no’ fotógrafo que pertenece a una cada vez mayor arraigada casta de profesionales de la imagen que se niegan a seguir creando nuevas instantáneas (estando como estamos saturados por las mismas) y le otorgan una nueva vida a las ya existentes, positivándolas, de hecho, sobre objetos arrumbados de lo más variopintos (platos, bandejas, tazas…) que pasan de patito feo a cisne como obras únicas y piezas ‘vintage’ con una nueva vida en el ámbito del arte.

“Vánitas” es otra manera de dignificar lo despreciado. El conjunto sitúa en primer plano, aporta protagonismo a aquello a lo que no le otorgamos ni tres segundos de atención. De esta forma, se reflexiona sobre su propia naturaleza y su sentido. Y esto es importante, porque estas cajas, estos envoltorios, estas bolsas representan un vacío: cuando desembalamos estos paquetes, se convierten en superficies inertes. Un nuevo guiño a esa vánitas barroca. Papel y plástico eres, y en papel y plástico te convertirás…

Así “Vánitas” puede entenderse, pues, como un conjunto de retratos. Y el hecho de que su autora emplee materiales distintos, soportes diferentes para cada uno de ellos (en ocasiones, lino pegado a cartón. En otras, papel soportado sobre madera. También papeles distintos. Lápiz de color y grafito. Óleo y grafito. Solo óleo. Tinta…) da pie a distintos acabados. Cada material determina una textura. Qué duda cabe de que estos objetos solitarios, estas llamadas de atención, adquieren solemnidad.

Es esta la segunda exposición de esta autora en Utopia, y la evolución, evidente. Su primera muestra, ‘Bouquet’, puede definirse de más personal, más de punto de partida. En ese momento, Zarza también tendió a la personificación y taxonomización, entonces, de puertas y edificios. No cualquier puerta o edificio, sino aquellos que tenían un vínculo personal con la pintora y que por ello había que separar del resto. Ahora, en “Vánitas”, sigue con el dibujo, pero se cuela el óleo y el acrílico. Por eso los resultados no deben leerse como pinturas incompletas (alguien podría caer en este error al reparar en los “vacíos” que incluyen las obras), sino como dibujos que se completan con la pintura. La trama y el trazo son definitorios. Se reduce mucho la paleta para que resalte el gris del grafito, para que contraste con los tonos de la tinta, la acuarela o la pintura. Ese contraste genera dureza, que dialoga con la sutileza del grafito, que trabaja por capas, con las más duras para comenzar, hasta que se sube la intensidad al ampliar la blandura de manera tenue. La delicadeza tiene que salir a relucir en todo momento. Leticia Zarza sigue siendo dibujante.

La artista se fija en elementos mudos. No introduce marcas o logos en esos envoltorios que retrata. Estos no son importantes. Por ello es inevitable que nos llamen la atención esas obras que parecen no seguir al resto del conjunto. Como esa ‘bolsa’ que lleva la firma de Barbara Kruger para Vinçon, una colaboración que se terminó convirtiendo en pieza de colección y objeto de culto: “Compro luego existo” reza su lema. No valgo por lo que pienso sino por lo que poseo. No hay más preguntas, señoría. Descartes pasa a segundo plano. O ese dibujo de unos jacintos. Curiosamente, Zarza introdujo algunas flores en la exposición anterior en Utopia, de forma que esta pieza podría hacer de bisagra entre ambas citas. Su modelo es una planta que le regalaron sus alumnos. Y una flor, claro está, es el mejor ejemplo de belleza efímera y pasajera.

Y es que todo lo que la navarra emplea como ‘modelo’ tiene una conexión personal con ella misma. Es necesario que no haya extrañamiento con respecto a lo que se representa. Eso ayuda a entender por qué la serie incluye un bolso de segunda mano (otro obsequio, en esta ocasión de la galerista. Algo que también representa el vacío de alguien: permanece en el tiempo aunque su primera propietaria ya no esté). O una caja para fichas de ajedrez, herencia del tío José Luis… Lo que deriva en ese retrato, de grandes dimensiones, de sus tres hijos, Miguel, Marcos y Martín, jugando una partida con sus fichas. Precisamente este último, el más pequeño, elabora una torre, absorto al juego de sus hermanos, lo que rompe la solemnidad de la escena. Ellos condensan presente pasado y futuro, pues son protagonistas de una situación pretérita, congelada para nuestro momento, protagonizada por unas personas que, por su edad y condición, representan nuestro futuro. Por ello el verde, color de la esperanza, domina el escenario.

La torre de Martín, modesta, conecta con la del dibujo de Gregorio Prieto. Y, en el fondo, nos hace pensar en edificios, en ruinas, edificaciones como las de la serie pretérita ‘Bouquet”, que en algún momento colapsarán y caerán, y que me llevan a recordar las construcciones de escala monumental que el portugués Carlos Bunga hace con cartón, el material de las cajas de Zarza… Todo está conectado y poco conscientes somos de ello.

A la creadora le gusta que la subjetividad del espectador se filtre en la obra. Básicamente, porque la lectura que Zarza le da a la situación específica del momento en el que pinta puede también variar con el tiempo. Otra vánitas más conceptual y abstracta. Las obras no son mensajes inamovibles o se pueden impregnar de interpretaciones complementarias. Punto común a todas ellas es la luz. Las sombras, desde el lado izquierdo en todos los casos, se generan de la disposición de los objetos en la mesa en la que Zarza organiza los bodegones en el estudio. Pero esa sombra no es real. Se trabaja del natural, la pintura es realista, pero esta alteración de la proyección (tal y como también hace Alejandro Calderón en sus bodegones con objetos de plástico y derivados del petróleo, en una crítica similar a la de nuestra protagonista), nos lleva a un ámbito mucho más subjetivo e irreal. El tema del sueño está muy presente en la obra y por ello se ha definido el trabajo de Leticia Zarza como fantasmal u onírico. Nada es lo que parece. Se proyecta sobre nosotros esa idea de engaño del Barroco que nos acompaña, y nos envuelve metafóricamente, desde las primeras líneas.

*Javier Díaz-Guardiola es periodista, crítico y comisario de exposiciones. En la actualidad es coordinador de la sección de arte, arquitectura y diseño de ABC Cultural, redactor-jefe de ABC de ARCO  y autor del blog de arte contemporáneo “Siete de Un Golpe”

RECUENTO PARA LETICIA ZARZA
ENRIQUE ANDRÉS RUIZ

El primero sería un dibujo de Xavier Valls, muy tenue, como suyo, gris desvaído, un dibujo de los años 80. Es una puerta abierta a un interior en cuyo fondo, al menos mi imaginación presume algún otro espacio claro, luminoso, quizá una especie de jardín o patio, un lugar con plantas, seguramente. Ese espacio del fondo no se ve, está al otro lado de una vidriera. La puerta —y la casa y todo el lugar— tienen un aire mediterráneo, no sería extraño que el mar estuviera cerca. Antes de entrar por la puerta a la casa nos encontramos con una baranda flanqueada por dos macetas, con cactus o pitas. No hace tanto que tuve delante ese dibujo, apenas unos meses. Después supe, y vi, en Málaga, en una exposición de arte español del Centre Pompidou, que Valls había hecho una pintura del mismo lugar, la misma puerta, a la que, pensé inmediatamente, el dibujo pudo haber servido de base. La vidriera del fondo aparecía ahora con sus colores iluminados por la luz de aquel interior. La puerta acristalada —La Porte vitrée— era su título. Pero resultó —esto tardé en saberlo, a través del catálogo— que la pintura era muy anterior al dibujo, de mediados de los 60.

Xavier Valls, además de como pintor, fue ese dibujante cuyos objetos, cuyas figuras parecen desmaterializadas, como si hubieran perdido su peso y gravedad. Se ha dicho a veces —se ha escrito— que en sus obras el tiempo se ha detenido. Es quizá el mejor modo de acusar recibo de esa especie de ensoñación que percibimos ante ellas, de irrealidad, de eternidad, si se quiere, en la que nos parece que sus objetos, sus figuras y sus paisajes son así para siempre. Así que el de Valls, y en concreto el de su puerta vidriada, no es extraño que haya sido el primer recuerdo que me hayan evocado algunos dibujos de Leticia Zarza, justamente esos en los que también la vista frontal de algunas puertas ha acabado convirtiendo el dibujo en una composición geométrica, casi abstracta, si no fuera porque las puertas remiten a lugares muy anclados en la experiencia y en la biografía de la propia pintora: la de la Academia Peña (que fundara un hijo del pintor soriano Maximino Peña, un pintor de un naturalismo y costumbrismo algo tardíos, que se había formado con Casto Plasencia); la de su propio Estudio de Arte, sus líneas puras, severas, modernas; la de la galería Utopia Parkway, que es la de sus amigos. Además de esas puertas, entre los dibujos de Leticia hay otras arquitecturas. Una de ellas está vista oblicuamente: es la casa que el arquitecto Fernando Higueras proyectó para la actriz Nuria Espert en Alcocéber, la cancela cerrada, el ciprés, las vigas de hormigón a la vista, una balconada rectilínea… No hay nadie, el dibujo insinúa un cierto abandono, un olvido: las sombras en los espacios del interior, el polvo, el chasquido de alguna madera.

Como sucede ante los dibujos de Valls, en los de Leticia Zarza la ensoñación nos toca como una mano que se adelantara hacia nosotros. Ella misma lo dice en el breve escrito que ha compuesto para este catálogo. Que “aparecen como un sueño”, dice de los edificios madrileños que también ha querido trasvasar a sus dibujos en un estado de aislamiento, de ensueño, de lejanía. Esas señeras construcciones —el edificio Telefónica, sobre el que se cernían los obuses de la guerra civil, o el Círculo de Bellas Artes— aparecen segregados de la vida en torno, como presencias singulares que hubieran pasado a otro ámbito de la realidad. Y a eso contribuye en una medida importante que esos edificios aparezcan en los dibujos recortados contra un fondo oscuro, del color del tabaco. Al verlos pensé enseguida en los proyectos vieneses de Otto Wagner, el famoso arquitecto que dio a esa ciudad su fisionomía moderna: sus dibujos también presentan los edificios recortados contra áreas de oscuridad, también marrones, o grises, si la memoria no me engaña. Fue el segundo recuerdo que me vino a la mente.
El distanciamiento es, pues, un ingrediente de la ensoñación, un síntoma suyo. Y en otros tres dibujos de Leticia muy llamativos, arquitectónicos también, esa distancia es subrayada por los vibrantes colores, casi fluorescentes, del papel sobre el que han sido suave, tenuemente trazados con duro grafito las fachadas del Museo del Prado, el Museo Thyssen y el Jardín Botánico. La extrañeza es, pues, parte del ensueño. Lo que los aleja de la realidad natural, de las calles en las que los edificios se asientan realmente, para pasar ahora a habitar como criaturas independientes en un mundo aparte, en un contramundo.

Pero no todos los dibujos de esta callada, ensimismada pintora, son geométricos ni arquitectónicos. De hecho, el título —Bouquet— de la exposición, se refiere en su acepción más literal a un puñado de dibujos de plantas, la mayoría flores, claveles, helechos, alguna azucena. Los búcaros que las recogen son de nuevo meras estructuras geométricas, siluetas abstractas. Pero ante ellos, mis recuerdos me traen esta vez otros de Antonio López —de quien Leticia fue alumna—, en los que la exactitud de las líneas remarca incluso con sus diferencias de grosor, lo extraña y misteriosa que puede ser la realidad cuando es recreada en sus detalles más precisos. La exactitud, en los más puntillosos grados de nitidez, es, como ya sabemos, un seguro pasillo de entrada al misterio. Pero todavía hay entre estos dibujos uno en el que la extrañeza se hace aún más inquietante, el misterio resulta más enrarecido, opresivo casi. Una flor, un girasol, diríamos, emerge de un fondo negro que, por el título —In memoriam—, entendemos que denota un duelo. Tiene algo de espectral, como un fantasma de flor, que ahora parece declarar su familiaridad con otros de, no sé, de Odilon Redon, por ejemplo, su famoso Ojo-globo, que fue motivo de un dibujo y luego de un litografía en una colección justamente titulada En el sueño. Dibujos de Redon, o quizá de Kubin, que entre unas cosas y otras nos llevan a territorios aparentemente lejanos de aquellas primeras imágenes racionales y rectilíneas de los dibujos de Leticia Zarza. Pero, así es: la dirección del sueño puede conducir a universos que no podíamos sospechar.

De hecho, la meticulosidad, la precisión de algunos de estos dibujos parecen orientarnos hacia un clima que para entendernos llamaríamos germánico: el clima o la atmósfera del Magischer Realismus alemán, que Roh y Hartlaub pusieron en órbita en los años 20 del siglo XX, justamente. Lo confirma que, de pronto, casi postreramente, surja un dibujo que sirve de contrapunto a la exposición entera, también como un diapasón por el que todo el conjunto suena, en fin, en un determinado tono. Es un retrato de Chema Peralta, compañero de la pintora en el Estudio de Arte y pintor principal de la galería. Al verlo, enseguida quise acordarme —y no podía— de otro retrato. Sería mi último recuerdo. Alguien con bombín, me decía, con una mirada sesgada… ¿De qué otro retrato me estaba acordando? Para quienes llevamos mucho tiempo en esto, la experiencia de acercarse a una imagen pintada es la de poner en marcha el incesante girar de los recuerdos. Al fin, di con él. Se trataba del fantástico retrato del pintor Heinrich Maria Davringhausen (quien vivió una temporada en Toledo) que pintó su amigo Carlo Mense. El bombín, la mirada. Y todavía hay otro retrato de Mense —el de Underberg— al que evoca el de Chema Peralta con mayor proximidad: la calva, los ojos, la tensión del rostro…

Bueno, es lo que puedo decir. Pero también creo que hacer recuento de una multitud de evocaciones de otros pintores, de otras pinturas, es lo mejor que se puede decir de cualquier artista. Y sobre todo de alguien que como Leticia Zarza sabe muy bien que su arte no ha nacido ayer, que las sombras y las memorias se ciernen sobre su mesa de trabajo mientras el lápiz rasguea el papel y hace sonar sus notas.
 

Leticia Zarza
En Madrid, abril de 2022

A través del dibujo y su silencio transito por lugares que me hacen ser quien soy. Los edificios se me presentan como templos de Arte, de belleza y armonía, que no solo son especiales como continentes sino también por su contenido. Me paro a conocer quién hizo y qué ha significado o significa la arquitectura en esta ciudad que habito, Madrid. Como joyas, como reliquias de gran formato se erigen en las calles, llenas de gente que pasan y las miran, muchas veces a través de la pantalla de su móvil y sin conocer mucho de ellas. Me sitúo frente a uno de los primeros rascacielos de Europa, el Edifico Telefónica en la Gran Vía del arquitecto Ignacio de Cárdenas o frente al mítico Círculo de Bellas Artes en la calle Alcalá del inconfundible Antonio Palacios. Los miro solitarios sin el ruido de los visitantes, como grandes monumentos de su tiempo.

En el epicentro capitalino me encuentro con dos grandiosos museos: el Thyssen y el Prado, a los que nunca me canso de volver. Aparecen como un sueño, leves sobre el color como el revelado de
una fotografía. Junto a ellos, una puerta a un maravilloso jardín en el corazón de Madrid (Jardín Botánico). La naturaleza viva dentro de una gran ciudad, un oasis, una colección de vegetales en los que es un auténtico placer perderse. En esa labor pedagógica de entender qué son esos lugares y lo que han significado en la sociedad llego a descubrir la importancia
de su valor, a veces olvidado en el tiempo. Paseando por la Plaza Mayor, en una esquina de los soportales hay una puerta con mucha historia no solo por su ubicación sino por mi memoria. Durante al menos un año traspasé la puerta de la Academia Artium Peña para aprender a dibujar y como yo, cientos de futuros licenciados en Bellas Artes.

He crecido en mi madurez en la galería Utopia Parkway con Lola Crespo, Ricardo y los artistas. Es la fuente de la que bebo y hoy me lleva al papel de artista. A la devoción profunda y el respeto se añade la responsabilidad. La arquitectura de sus puertas por tanto, cobran una dimensión mayúscula. Se cierra esta serie de puertas con mi Estudio de Arte. Una academia de pintura, mi lugar diario, el de mis compañeros y los alumnos a los que enseñamos. Ahí sembramos en el público amateur, en los niños y jóvenes el amor por el dibujo y la pintura
en todas sus versiones. Y ahí, además, tengo la suerte de tener a mi lado al pintor Chema Peralta.

Las puertas que estoy representando, además de expresar mi emoción personal en relación al lugar del que vengo y el lugar en el que soy en este momento, son puertas al Arte. Trato de enseñar esos lugares mágicos, de los que es imposible saberlo todo y que están llenos de muchas historias que te puedes imaginar. Estos dibujos cuentan con realidad aumentada de la mano de Pedro Seco (https://www.vidibond.es/) y con la ayuda técnica en los audios de mi hermano, Antonio Zarza (https://antoniozarza.es) Existe otro lugar al que viajo cada verano. En mi camino matutino encuentro una casa que siempre me ha parecido sumamente bonita y en algún momento abandonada. Cuando la descubrí pensaba que era una construcción de los setenta de alguien importante. Durante muchos veranos he caminado delante de ella hacia mi destino sin poder dejar de admirarla. Se trata de la “Casa más bella” que Fernando Higueras diseñó para Nuria Espert. Tener esa joya en un pueblecito de la costa castellonense me parece un prodigio y siento que no puede ser un lugar olvidado, por eso está entre mis dibujos.

El arte floral de los bouquets es un tema recurrente representado a lo largo de la historia del Arte. Sus flores, hojas y ramas te hipnotizan. Frágiles e inmóviles sabes que su vida es corta y que el tiempo juega en su contra, pero son verdaderas, auténticas y proceden de la vida. Vienen de parte de las personas que te quieren. A su lado los artificios, copias de materiales sintéticos que inundan nuestras casas para disimular nuestras carencias. Pero ahí están, impasibles, a veces cogiendo polvo. Mientras dibujo comienza una terrible guerra en Ucrania. Es un hecho que no puedo obviar en este proceso creativo. Me atrevo a dibujar un girasol, símbolo de su pueblo que está siendo cruelmente destruido (In memorian) Y para acabar este conjunto, este Bouquet de dibujos, el Domingo de Ramos. Símbolo de esperanza y de paz, cristiano y universal.