Recorridos
Víctor Zarza
21.01.2006 ABCD Las artes y las letras
De Chirico recordaba haber descubierto, un día de invierno en Versalles, el aliento de las cosas inertes: «Me di cuenta de que cada rincón del palacio, cada columna, cada ventana poseía un espíritu, un alma impenetrable». La emoción del pintor no estaba motivada por la viva constatación de aquello que anima y subyace a un estilo, por el espíritu de una época, sino por aquél que las cosas en sí mismas alcanzan. Al contemplar las obras de Merche Olabe (Bilbao, 1957) tendemos, aunque sólo sea por una fácil asociación de motivos, a evocar los enigmáticos panoramas de la scuola metafisica, con los que comparte su calidad de escenografía simbólica y arquitectónica. La diferencia estriba, sin embargo, en las presencias humanas que protagonizan unas narraciones de difícil interpretación, a pesar de su aparente banalidad? O, acaso, precisamente debido a este indescifrable aspecto. Su figuración es literal, sobria, tan elemental como directa: busca representar sin cortapisas la «leve consistencia» que la vida humana adquiere «sin perder por ello su irónico dramatismo», dicho sea con palabras de Gómez-Porro.
Merche Olabe
H. POZUELO, Abel
El Cultural 26/01/2006
Merche Olabe (1947) pinta con la técnica del temple al huevo sobre tabla, con colores suaves pero vibrantes, claros pero matizados. Emplea pequeñas y mimosas pinceladas, y los recursos compositivos así como el uso de la perspectiva, recuerdan a los legados por los maestros del Cuatrocento italiano. Cuatro clases de cosas pinta Olabe: paisajes naturales modificados por la acción del hombre o edificaciones siempre irreales, como de juguete y rodeadas o invadidas de elementos vegetales; animales domésticos y salvajes que campan a sus anchas; personajes con un inusual aire familiar y privado; por último, un conjunto de elementos dispersos en algunas obras como estatuas de divinidades hindúes o columpios, que hacen pensar a la vez y de manera indirecta en lo lúdico y lo espiritual. Los seres humanos siempre están haciendo algo que parece productivo y gozoso, son actores de sus vidas. Hay encuentros y hallazgos imprevistos (un saltador de trampolín parece volar por encima de los pájaros), y animales y plantas se integran en la vida humana. El mundo representado es un reflejo del nuestro cotidiano y mundanal, un doble que habita el otro lado del espejo. Olabe profundiza en el tono de obras anteriores y presenta alegorías sin solución, acertijos de pintura y vida que funcionan como sondas para llegar a una fantasía personal pero reflejo esencial de un mundo común. Un espacio-tiempo en construcción (muchos edificios están en sus cimientos) donde el ciclo de la vida y la muerte está siempre girando y un destino acecha a todos sus seres. Esta individual proporciona la segunda oportunidad de contemplar en Madrid los trabajos de una artista cuya obra se hace cara de ver fuera de Vizcaya. Quienes no gocen de la vida en aquellas tierras, aprovechen la cita.
LA VIDA OCIOSA
Francisco Gómez-Porro
De entre las fascinaciones inherentes a la pintura, pocas resultan tan placenteras como la de crear mundos habitables donde restaurar nuestra intimidad, islotes emancipados de la tierra en los que albergar nuestro pobre yo zarandeado por el oleaje de la vida cotidiana. Merche Olabe es una experta soñadora en este tipo de moradas donde la angustia se disuelve en la contemplación, o donde la vida humana adquiere una leve consistencia sin perder por ello su irónico dramatismo.
Los seres que habitan estos espacios viven inmersos en un ocio activo, fértil, dinámico, que nada tiene que ver con la peyorativa carga semántica que soporta este concepto en cuanto sinónimo de holgazanería o inacción. Ocio y ociosidad son antitéticos. El ocio aquí no es el medio natural del perezoso, sino lo contrario, el otium fecundo y creador de los latinos, una actitud que oscila entre la contemplación dichosa y la aventura del autoconocimiento, y que no es otra cosa, en el fondo, que celebración serena del instante, alegría pura de vivir.
Tanto si trabajan, pasean o se divierten, solos o en grupo, los personajes que desfilan por las pinturas de Olabe mantienen indemne un sustrato inalterable de intimidad creadora. Incluso cuando descansan, como esos albañiles que reparan el tejado, lo hacen poseídos por una serena energía que apenas se diferencia de la que impregna la actividad deportiva de los personajes principales.
Viven en un mundo interior donde el lenguaje verbal ha sido sustituido por la música de lo sensible; en medio de una naturaleza limpia, despejada, expurgada de la desolación. Han convertido la naturaleza en lo que Emily Dickinson llamaba su casa encantada (Haunted House), y en ella actúan como interioristas cuya labor consistiera en procurarse el biotopo más adecuado para sus ensoñaciones, despójandola de lo instintivo, de lo oscuro, de la irracionalidad y de lo imprevisible. Más que abonar, podar o plantar bajo la mirada atenta de los animales que parecen calcular el progreso y los cuidados puestos en la ejecución de la obra, esculpen, proyectan, diseñan, están ahí para corregir las efusiones de esa tierra que como en Los desbrozadores parece abocada, en una fase inicial, a desbordar los límites de la pintura.
La labor de estos hombres y mujeres consiste en depurar el entorno natural de su agresividad, de su inquietante potencial para la destrucción: esto es, convertir la naturaleza en paisaje y el paisaje en revelación de una utopía accesible.
Y sin embargo, el núcleo productor de esta poética no es el paisaje, ni la reinvención del jardín de las delicias, sino un estilo de vida, una delicada manera de acercarse a la vida con sencillez y profundidad, de llamar nuestra atención sobre la poesía de lo próximo, al igual que esa niña que en uno de los cuadros nos impone silencio desde el fondo de un invernadero, ante lo que puede ser el espectáculo de alguien dormido, un pájaro en su nido o el nacimiento de una flor.
Debajo del color hay vivencias, detrás de la luz hay todo un mundo tocado por la exquisita violencia de lo diáfano, por la frágil consistencia de lo imperecedero. En este edén privado la vida cobra un valor cultural profundo, artístico en su acepción más pura, por lo que tiene de recreación de la propia vida interior. La botánica íntima, la arquitectura residual, los elementos intrusos como el elefante en el sendero del jardín o la butaca en una casa en construcción en medio de un valle, no hacen más que subrayar esta plenitud utópica de lo diáfano en que viven quienes disfrutan de su ocio.
Ralph Waldo Emerson mantenía que la misión del pintor era sugerir algo más bello que lo que ya conocemos, extrayendo de las cosas el componente armónico y espiritual de los que brota la belleza del mundo y de las diferentes formas que en él habitan. Merche Olabe conoce los sutiles mecanismos por los cuales la realidad se convierte en utopía, y no al revés. Nos propone no la vuelta a una sociedad rudimentaria y primitiva que oponer al mundo capitalista, sino la instauración del ocio como forma de cultura y conocimiento, como ámbito de claridad y de reparación estética de lo que perdemos.
En definitiva, una invitación a convertir nuestra existencia en una pequeña reserva de afabilidad y de asombro, para hallar lo que hay que buscar antes de ser visto y lo que merece la pena amarse antes de ser comprendido.