Tony Squance

Entre Tinieblas
María García Yelo

ABC Cultural 30-12-04

El Británico tony Squance (Evesham, 1964) afincado en España desde hace
más que una década, vuelve (!por navidad!) a la galería Utopia Parkway.
Y, en esta ocasión, con un conjunto de obras que, aunque continuadoras
de la estética que caracterizara las piezas que componían la exposición
Dirty Light -presesentada en esta sala hace un par de años-, es, sin
duda, más conmovedora, concentrada, y rotunda. La pintura de Squance
resume dos de las respuestas fundamentales, y tambien antagónicas,
desarolladas por el arte contemporáneo para enfrentarse al horror
vacui, inherente al suporte pictórico: la desocupación del espacio y la
utilización de una técnica gestual que cubre la superficie del lienzo
por completo.

Dudas sobre qué representar u ocultar

Es, además, una suma de la abstracción más enfática y la figuración
expresionísta; y esta adición da como resto obras compuestas por
manchas en apariencia informes y que son, en realidad, rostros
baconianos (serie Rock, 2003), y amplias masas indefinidas que, según
se mire podrian ser evocacciónes paisajísticas (serie Mountain, 2003).
Es como si, continuamente, a Squance le asaltase la duda sobre lo que
querría representar o, mejor, ocultar: las áreas oscuras que
identificarían las formas reconocibles quedan escondidas bajo densas
capas de pigmento blancuzco (serie «Almost Full Cover», 2003-2004; en
otros ocasiones, parecen flotar, sin rumbo aparente, en esa misms
sustancia lechosa, un espacio invisible que supera los limites del
lienzo (Lake, 2004). Los protagonistas de las pinturas de Squance son
elementos que surgen o se ahogan en un lugar inmenso, como le ocurriera
al goyesco Perro Semihundido o a los monigotes de Antonio Saura. Y esta
dramática puesta en escena gana enfasis con una paleta limitada a
grises y marrones, sucia y empastada, de distinta intensidad cromática,
aplicada con amplios brochazos y, a veces, chorreante (Inhabited
Landscape 2003-2004) En uno de sus textos sobre Goya, a proposito de la
creación de la citada e inolvidable pintura negra, André Malraux apuntó
que habia sido»un medio para resucitar con angustia formas perdidas en
las tinieblas del Génesis». Pues en eso continuan algunos.

Roquedales y Cabezas
Álvaro Haro

Ubicarte 9 de Enero de 2005

El artista romántico buscaba en los abismos de la
Naturaleza un eco de los abismos de su alma. Valles
profundos, escarpados roquedales, altas cimas,
infinitos horizontes, grandes tormentas, escenarios
tan vastos como un espíritu atribulado a la búsqueda
de sí mismo. Sería simplista calificar a Tony Squance
de pintor romántico, pero no incorrecto, al menos por
lo que de comunión atravesada de pathos entre Hombre y
Naturaleza tiene su pintura.
Este pintor inglés, afincado en Madrid desde hace diez
años, siente predilección por el rostro humano y por
el paisaje. Por la relación entre ambos, por lo que de
común tienen, por los límites entre uno y otro género.
Dos motivos que implican visiones distintas, una de
proximidad y otra de lejanía, pero que el pintor funde
en una misma imagen, obligando así al espectador a un
ejercicio visual constante para pasar de una a otra.
Rostros anónimos pero singulares, entrevistos en
difíciles escorzos y que son al mismo tiempo montañas
rocosas. Rostros tratados con la libertad del
paisajista, disueltos en pinceladas de amplio gesto,
entrevistos en acuosas transparencias. Roquedales que
son en realidad protuberancias anatómicas de cabezas.
La topografía de la piel se convierte en orogénesis.
Un juego de larga tradición pictórica, desde
Arcimboldo a Dalí, basada, como diría Gombrich, en
nuestra predisposición natural de ver primeramente
rostros en las manchas e imágenes informes, o en
aquellos ejercicios que recomendaba Leonardo a
propósito de las nubes. Pero el interés que se
persigue aquí va más allá de un simple juego
perceptivo. Tony Squance expande, no sin cierta
elegante violencia, una incontenible pasión pictórica
que no admite encorsetamientos, que no se para en
fronteras o en tipificaciones genéricas. Que se acerca
al Hombre con el ímpetu del que se sumerge en la
Naturaleza indómita, consciente de que ambos son una
misma cosa, de que todo lo existente forma parte de un
mismo magma formativo. De que el cosmos y un poro de
la piel son puntos de una misma esfera. Sus imágenes
tienen la inexactitud, imprecisión y fuerza de aquello
que está en constante proceso de elaboración y de
transformación, como la Naturaleza y el Hombre mismos.
Manchas enigmáticas que aprovechan quizás los errores
del azar y en las que aflora lo ignoto de una
inmersión en la Sombra. Aquello que tras forzar el
límite sorprende al propio pintor con su poderoso
magnetismo.
Plantea Squance un diálogo, o quizás combate, entre
luz y sombra (merced a un casi total bicromatismo
blanco y negro), entre géneros (rostro-paisaje), entre
distancias, entre lleno y vacío, entre la disolución
de la forma y la pincelada constructiva. Porque en ese
vaivén de la brocha, en ese evidenciar el protagonismo
del gesto de aparente descuido hay un control
permanente del equilibrio del cuadro, un construir la
imagen con las premisas de la destrucción. Una
fluctuación de raigambre en la pintura inglesa, de
Gainsborough a Bacon pasando por Turner (los posibles
ecos de la abstracción de Motherwell o Kline son
quizás equívocos). La mirada es absorbida por la
atracción del caos en la proximidad, y reconstruye, o
no, la imagen en la distancia. Una imagen que saca su
fuerza precisamente de proponer caminos a la lógica
que no siempre se cumplen. De proponer significados
que en realidad no cuentan. De emprender mil caminos y
de sintetizarlos en uno coherente, como es el de la
pintura que se vale a sí misma, en un notable
ejercicio de sensibilidad que tiene, no obstante un
difícil reto de continuidad, tal es el delicado
equilibrio en el que se mueve.